En mi condición de jubilado, quiero contar una situación que, sin generalizar, afecta a aquellos abuelos que, habiendo sobrevivido a unas condiciones precarias, pudieron sacar adelante a la familia. La calidad de vida y el ocio nunca fueron términos de nuestro vocabulario. No soy un padre desnaturalizado, pero cuando creía que mi mujer y yo íbamos a disfrutar de un merecido tiempo libre, nos llegó un hijo recién separado para vivir en nuestra casa. De repente, su madre, que no se queja nunca, pasó a multiplicar sus funciones, incluida la de canguro de sus nietas. Nunca censuraremos los extraños horarios nocturnos de mi hijo, sus idas y venidas a horas intempestivas, los sobresaltos cuando oímos la puerta a no se sabe qué horas de la madrugada.

¿Por qué no tendríamos que sentirnos felices por haber recuperado a un hijo tan felizmente instalado con nosotros? ¿Porque su calidad de vida es, en el fondo, una actitud de egoísmo? ¿Tendré que sentirme un mal padre por pensar así? Sé que unos cuantos padres que conozco están pasando por situaciones parecidas. Muy pocos llegan a quejarse abiertamente, pero se sienten un poco víctimas de una injusticia en tal situación. Que esta carta sirva para expresar mi comprensión y simpatía a todos los que comparten sentimientos e inquietudes.

Antonio Costa Enguita **

Correo electrónico