Pendiente de que Hillary Clinton se dé por enterada y admita la victoria de su contrincante en las primarias demócratas estadounidenses, el senador Barack Obama, cosa que está previsto que ocurra mañana, queda por dilucidar qué salida le queda a la exprimera dama para sacar partido a los 18 millones de votos que ha sumado desde enero, su primer y mayor argumento para no darse por vencida. Las otras armas en manos de la senadora son el atractivo que conserva para el establishment histórico de los demócratas, su poder de seducción entre una parte importante de los trabajadores industriales y de las mujeres y el dinero recaudado para su campaña entre lo más selecto de Wall Street. Todo lo cual le otorga cierto margen de maniobra para endulzar la derrota o esperar otros cuatro años. En cualquier caso, la senadora por Nueva York se comparó varias veces durante su infructuosa carrera por la candidatura presidencial demócrata, con Rocky , al insistir en que, al igual que el púgil de celuloide, ella tampoco se rendía ante la adversidad.

Si la senadora y su robusto equipo de asesores llegan a la conclusión de que Obama puede vencer al republicano John McCain, es probable que se plieguen ante la fuerza de los hechos y luchen por constituir el dream ticket, en el cual Clinton sería la candidata a la vicepresidencia, en todo caso un premio menor para alguien acostumbrado a ser el primero de la clase desde la escuela primaria. Si, por el contrario, la conclusión es que a Obama le falta empuje para llegar a la Casa Blanca, Clinton puede optar por retirarse a sus cuarteles de invierno. Ambas apuestas entrañan riesgos, pero los demócratas han disputado las primarias con un arrojo que hace imposible un futuro tranquilo. Animados por el hecho consumado de que Obama se presentará en agosto a la convención de Denver como el candidato ineludible de los demócratas, los sectores sociales y el mundo académico que han llevado al senador a la victoria sueñan probablemente con la compañía de Clinton para atraer el voto de quienes apostaron por ella pero no son electores incondicionales del partido, alientan prejuicios raciales o simplemente estiman vertiginoso sentar en la Casa Blanca a un miembro de la minoría negra. Es menos seguro que este sea el sueño de Obama, de sus consejeros y de las bases del partido movilizadas en todo el país para ventilar los salones del poder con caras y hábitos nuevos, a imagen y semejanza de lo sucedido en otros momentos de la historia del Partido Demócrata. Porque es indudable que quienes siguen a Obama esperan de él soluciones imaginativas para acabar con la pesadilla de Irak, afrontar la crisis económica y poner en marcha algunas reformas sociales inaplazables.