XExn cada aula de cualquier colegio al menos uno de los alumnos padece TDAH --Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad--. Esta disfunción biológica, que supera el 7% de la población infantil, tiene una gran importancia sociológica y médico-asistencial. Un tercio de esos alumnos desarrollará a lo largo de su escolarización algún trastorno del aprendizaje, la mayoría sufrirá problemas de adaptación, y en más de la mitad los síntomas persistirán tras la adolescencia, ocasionando una pobre adaptación laboral.

La sintomatología nuclear de este síndrome clínico se resume en una escasa atención para tareas complejas, en impulsividad y en el desorden de la conducta del niño. También se traduce --en palabras de Barkley -- en las consecuencias de un pésimo autocontrol intelectual y comportamental.

Considerando esos datos epidemiológicos parecería que presenciamos desde fuera el desarrollo de una patología bien reconocida por todos y, lejos de ello, todavía para el TDAH existen conceptos populares demasiado enraizados en la opinión pública. Entre los errores más extendidos prevalece la tendencia a identificar la idea de niño difícil con hiperactividad, y ésta con una mala educación. Muchos de los niños poco comprendidos pasarán a formar parte, como otras veces, del denominado pelotón de los torpes cuando comienzan a reflejar dificultades académicas. Evidentemente, cuando se profundiza en este trastorno es posible dejar aparcados esos errores que fomentan la falta de integración escolar y social del niño que lo padece. Thomas Brown, un brillante neuropsiquiatra de la Yale University School of Medicine ha elaborado una graciosa metáfora que sirve como modelo para comprender qué le ocurre a estos niños, por qué padecen TDAH y cuál es la causa primera del mismo: el fallo de las denominadas funciones ejecutivas. Compara estas últimas, que se ubican en el lóbulo frontal del cerebro, con la tarea de un director de orquesta, que se encarga que todos los instrumentos (resto de funciones cerebrales) actúen al unísono, con un jefe de bomberos que reprime o inhibe las conductas anormales y con un gerente, que gestiona todos los recursos de su empresa. El niño TDAH, siguiendo ese modelo, actúa sin orden y concierto, es incapaz de reprimir la mayoría de sus impulsos y, al mismo tiempo, es poco competente para gestionar de manera apropiada su potencial intelectual. El resultado conduce al meollo del problema: inatención, impulsividad y pobreza de logros. Esta mañana, como cada día, repasaba las publicaciones que me había dejado el correo, y entre ellas la Revista de Neurología, la edición más prestigiosa en nuestro país y vehículo de información entre los neuropediatras cuando, y a pesar de las horas tan tempranas leo el titular de la portada: SDAHA y deporte. Interesante tema todavía poco analizado en el contexto del TDAH. El artículo original está firmado por un prestigioso colega, lo que incrementa más la sorpresa e indignación de este lector. En el desarrollo de la publicación, titulada Síndrome de déficit de atención con hiperactividad y capacidad para el deporte (Rev Neurol, 2004; 38: 1001-5) su redactor comienza describiendo el TDAH como una disfunción cerebral mínima, término que fue asignado por Clements en 1966 y que fue excluido años más tarde de nuestro lenguaje científico porque es como aceptar que todo niño hiperactivo es portador de alguna deficiencia intelectual. Para el autor del trabajo la sospecha del cuadro clínico puede emitirse al primer golpe de vista ante tres signos clínicos que aclara y define: los niños TDAH lucen peinados de moda (el artículo se ilustra con la fotografía de un niño con el pelo engominado y de punta), portan pendientes en las orejas --generalmente de gran tamaño-- y visten distintos tipos de parafernalia externa. Además, en una afirmación final y concluyente, se puede leer que este look es de utilización casi exclusiva por un colectivo de jóvenes que reúne las características propias del TDAH. Desde mi experiencia en el campo de la hiperactividad me permito aclarar que ninguno de estos rasgos diferenciales me hace sospechar la patología que nos ocupa, más allá de modas pasajeras y modelos culturales. ¿Cuántos futbolistas de élite serían entonces sospechosos de padecer un TDAH? ¿Tal vez Fernando Torres y David Beckham ?

El artículo, que no tiene desperdicio en ninguno de sus párrafos (tampoco destaca por su calidad documental, científica y literaria) continúa describiendo las supuestas aficiones deportivas de los pacientes con TDAH. Muchos de ellos, puede leerse, adoptan comportamientos no de acuerdo con su sexo (tendencia a vestirse como niñas o aversión por todo lo que hacen los niños) y son mejores guardametas que delanteros, entre otras aspectos diferenciales con los niños sanos. Para concluir se lanza la recomendación para los chicos españoles con TDAH de que jueguen al rugby, al fútbol americano o al béisbol como prácticas deportivas muy propicias para esta patología.

Los niños, tras una lectura tan simplista, se merecen una reflexión sobre todo ello, y sin duda nos demandarán alguna respuesta. Mientras tanto les debemos exigir que, al menos, sean felices.

*Neuropediatra y director de la

Reunión Internacional sobre

Hiperactividad en Badajoz