Nadie te avisa de que un hijo es un cóctel de hormonas que estallará tarde o temprano. Una noche se acuesta como un tierno cervatillo Bambi y al día siguiente se despierta dispuesto a participar en la berrea. Su cuerpo se ha convertido en un puzle que encajará tarde o temprano, pero no ahora. Le han crecido las manos y los pies, y la voz suavecita con la que te llamaba por las noches ha evolucionado a un sonido gutural que no siempre entiendes. Encima eso es solo la fachada. Por dentro, los cambios son profundos, tanto que en ellos solo habitan esos peces de apariencia horrible que fabrican su propia luz. De algún lugar perdido de esas fosas abisales, surge una persona nueva que cuestiona todo lo que hasta ahora era incuestionable. Horarios, ropa y aficiones ya no responden a un plan establecido, sino a un caos de acoso y derribo que tiene como finalidad ponerte de los nervios. Si tú me dices ven, ya no dejo todo, sino más bien lo contrario, te grita el amor de tu vida transmutado en un cruce entre orco y elfo, príncipe y mendigo, un ser indefinible en el que se adivina la belleza de su juventud, que empieza ahora. No y por qué son el estribillo de todas las canciones, salvo de esas que escucha a un volumen inimaginable. Menos mal que tú no eres como tu madre (eso crees), y no le gritas que ese ruido no es música. Menos mal que no eres como tu padre (eso dices) y no le ordenas que se vista de otra manera si quiere salir a la calle. Y menos mal que eres idéntica a los dos, benditos sean, que te aguantaron cuando te convertiste en la adolescente impertinente y preguntona a la que te sigues pareciendo ahora.