Aunque hay una gama de grises infinita, e incontables clasificaciones posibles para el ser humano, podríamos decir que en la vida hay, a grandes rasgos, dos tipos de personas: las humildes y las soberbias.

Esta diferencia se contempla tanto en lo cotidiano, como en lo extraordinario.

Y, en contra de lo que dictan los más simplistas tópicos, no siempre existe una correlación directa entre la riqueza (de cualquier tipo, no solo económica) y estas dos dimensiones. Porque no solo hay humildad en quien carece de grandes virtudes o tesoros, sino también en muchos que, siendo poseedores de ellos, descubren la futilidad de todo lo material, y hasta del mismo ser.

Del mismo modo, también es cierto que la carencia de riquezas de cualquier tipo no es óbice para revestirse de vanidad. Porque hay muchos sujetos orgullosos de sus infinitas oquedades, y otros que alardean hasta de su vacuidad.

Y porque la ignorancia es muy atrevida, y el inconsciente no duda en lanzarse, con armas y bagajes, incluso contra lo que sabe que le supera.

No es extraño tampoco comprobar cómo algunos poderosos, endiosados por un caudal de fama, halagos y oropeles, demuestran su mala condición al chapotear sobre la sangre fácil de los humildes, o de aquellos que, sencillamente, renuncian a librar batallas contra la demagogia o la siempre burda ostentación del venido a más.

Y es que, en ciertos ámbitos del mundo del espectáculo, de la empresa, de la política, de los medios, de la cultura, etcétera, hay personas que construyen su popularidad o éxito a base de denostar y menospreciar a otros seres humanos que carecen de recursos (o ganas, o posición, o conocimientos suficientes) para defenderse de los crueles ataques de quienes creen situarse en un escalón superior de la evolución.

Las personas bendecidas con cualquier don de la existencia deberían ser muy conscientes de que, si no se viven y disfrutan con humildad sincera, los dones acaban convirtiéndose en castigos, en raídas medallas de hojalata, o en poco menos que una leve ceniza, que se esparce y pierde cuando los imprevisibles vientos de la vida soplan con algo más de fuerza de lo que un día lo hicieron.