La política de partido suele estar, por definición, ayuna de sentido de estado. Esa es una de las taras del sistema. Los partidos sirven, como es obvio, a intereses de partido. Por contra, el sentido de estado viene a ser el que rinde los intereses de las partes ante el supremo interés del todo. O de todos. O al menos, de casi todos.

Más o menos, con los matices y reservas que se tengan por conveniente, es lo que ha hecho Juan Carlos Rodríguez Ibarra proponiendo esta semana, desde la tercera de ABC, un gobierno que aúne a todas las fuerzas constitucionalistas. En román paladino, que el PSOE se avenga a poner España por encima de sus propias conveniencias de partido. Simplemente, patriotismo.

Ibarra, condotiero, demontre, caudillo (con minúscula), luminaria,... nadie como él ha representado al pueblo extremeño en los últimos cuarenta años. Nos guste o no. Nadie como él ha alcanzado a dar voz a este bendito rincón de España llamado Extremadura. Por eso resulta especialmente importante oírle en estos momentos de zozobra. Y oírle bien.

Vivimos envenenados. Mi amiga Lidia, extremeña residente en Cataluña, me decía que no se sentía ni de allí ni de aquí. Y no supe qué contestar. Cataluña se va. Es irremisible. Y con ellas, con Cataluña y con Lidia, el sueño de una España unida capaz de abrazarnos a todos. El sueño de muchos; también el sueño al que yo siempre he querido servir. De Gibraltar a Lisboa. De Guadalupe a Montserrat. Ahora resulta dramático tener que decir que no hemos sabido enseñar a amar a España (en Cataluña y más allá). Y donde la flor del amor no crece, crece la mala hierba del odio.

Volvemos a la tribu, a la martingala nacionalista, y, tristemente, a españoles de primera, de segunda y de tercera. ¿Negociar? ¿Reforma constitucional? ¿Acaso piensan los nacionalistas negociar la devolución de las competencias que nunca se les debió entregar? ¿Van a renunciar, digámoslo claro, a sus privilegios? ¿Acaso no somos todos los españoles iguales en derechos y deberes con indiferencia de cuál sea nuestro lugar de residencia? Para más inri, ya está el gobierno popular ofreciendo cupos, ventajas y cesiones. Y mientras, el PSOE, que no está precisamente en manos de grandes hombres de estado, proponiendo absurdos federalismos asimétricos. Por eso vale más aún lo dicho por Ibarra: formar gobierno con cuantos estén dispuestos para parar los pies a los sediciosos con el código penal en la mano y la legitimidad de la constitución, sin que importe el precio a pagar. En esta hora de los traidores, ahora que el estado autonómico del 78 parece podrido, tengo la mayor simpatía y un hondo agradecimiento a Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Con independencia de cual fuera su participación en este desaguisado, ha sabido alzar bravamente la voz.

El 2 de octubre Cataluña se va. Se ha ido ya. Puede que aún quepa cierto pataleo, pero la suerte está echada. Falta amor, falta una tarea común para todos los españoles. Pero que a nadie se le olvide que el mal arranca precisamente de la Constitución que dice defender Ibarra. Reformarla es más de lo mismo. Ventajas para los chantajistas. España como sueño se nos muere. Lidia sin patria. Y yo, recordando a Unamuno. No nos queda otra. Cumplir con nuestro deber hasta el final. Morir en cubierta. Seguir creyendo en España aún más allá de su propio entierro. Seguir creyendo. Decir, repetir, las últimas palabras del maestro bilbaíno antes de caer muerto sobre el brasero de su casa de la calle Bordadores. Eran las cinco de la tarde del 31 de diciembre de 1936. Nevaba en Salamanca. Junto a él, solo, el falangista Bartolomé Aragón. «¡No! Eso no puede ser Aragón. Dios no puede volverle la espalda a España. España se salvará porque tiene que salvarse. ¡España no puede perderse!». Murió Don Miguel mientras el resto se mataba. Murió, según Ortega, del mal de España. España, la que no puede perderse. ¡No, nunca!