La difusión de los abusos sexuales a menores cometidos por el clero y su ocultación por parte del Vaticano suman motivos de descrédito para un sector creciente de católicos. Lo desconcertante es que, escándalo tras escándalo, la mayoría de los fieles continúan obedeciendo a la Iglesia. Asumen que tienen un sentimiento de culpa, de ser pecadores; por tanto, se creen incapacitados para recibir muestras de amor de Dios, como si la infinitud de actos cotidianos de amor, de cada ser humano, no fuera una manifestación de Dios. En cambio, no cuestionan que si el Papa mantiene posiciones intransigentes con sus semejantes, apartadas del amor y la justicia, es porque desconoce el amor de Dios.

Si las desafortunadas afirmaciones sobre la pederastia que hace el Papa las hubiera hecho un ciudadano cualquiera, lo tratarían de depravado o perturbado mental. La única diferencia estriba en que algunos creen que la opinión del clero está inspirada por Dios y que la opinión de los fieles solo es eso, una opinión sin trasfondo. Los fieles no pueden concebir que cualquier simple mortal pueda tener más amor que aquel que, en su infinita soberbia, se hace llamar único representante de Dios en la Tierra. ¿No son estos fieles, que tienen sed de justicia, los "bienaventurados" del sermón de la montaña pronunciado por Jesús? ¿No son ellos los pobres, los perseguidos, los pacificadores? Millones de católicos, en vez de ser guiados por el amor al prójimo, por el ejemplo de Jesús en su manifestación más humana, son guiados por otros seres que ni siquiera se han librado de su apego al dinero y al poder. La Iglesia tiene que rendir cuentas ante cada casa humilde, ante cada cristiano, no solo ante Dios.

Antonio Martín **

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