Si las palabras fueran elementos físicos que se lanzaran al vacío y chocaran, y se partieran para producir energía, como el núcleo del átomo del uranio al fisionarse, está claro que los bares serían inagotables centrales energéticas. No hay lugar que acumule a lo largo del día más palabras por metro cúbico que la atmósfera de un bar.

En los bares, a veces las palabras se agolpan en el espacio donde crean un murmullo abstracto compuesto por sonidos enredados e ininteligibles --físicamente podríamos compararlo con un cuadro de Jackson Pollock , el pintor de los salpicones--. A veces levitan solitarias entre oídos que las perciben con indiferencia porque las palabras no tienen nada que ofrecer. Otras veces se reciben como acústicos manjares que llegan envueltos en un momento feliz. Pero algunas veces son liberadas por bocas imprudentes, o aún peor, maldicientes, y pueden originar, al ser escuchadas por oídos atentos, lo que conocemos por ofensa.

Hace poco fui testigo en un bar de una bronca --una tormenta-- provocada por las palabras desmedidas --cargadas de energía-- lanzadas al aire por un tipo de esos que suelen hablar más alto de la cuenta lo que no deben donde no deben.

El guión fue el siguiente: Barra de un bar. Estoy tomando un café junto a dos parroquianos que están hablando de un compañero de trabajo de ambos al que nombran varias veces --con apellidos incluidos-- que, según uno de ellos, tiene un lío con una mujer a la que él no conoce, que al parecer, según le han dicho, se llama de tal manera --la nombra-- y trabaja en tal sitio; y se rumorea que es bastante accesible. Junto a estos, en el lado contrario al mío, dos chicas toman café silenciosamente. Una de ellas paga al camarero y con una naturalidad sorprendente se levanta del taburete, descarga una selección de escogidas palabras soeces a mi vecino bocazas, le propina una bofetada como no se la han dado en su vida y abandona el establecimiento.

*Pintor