XDxurante los años sesenta, por razones familiares, pues mis padres tenían un pequeño negocio allí, frecuentaba la plaza mayor de Cáceres, entonces llamada del general Mola, en homenaje al militar traidor y golpista tristemente famoso. Y recuerdo cómo al final de ella, de la plaza, existía un bar de grandes dimensiones que se llamaba La Parada . El nombre obedecía a que en sus alrededores se había establecido una especie de irregular estación de autobuses, o de furgonetas de dudosa legalidad. Eran las famosas cauves en las que a decenas, diariamente, hombres enjutos de ropas escuetas, pantalón y chaqueta de pana y boina gastada por el uso, se arremolinaban mientras sujetaban con sus manos unas elementales maletas, de madera o cartón, sujetas con cuerdas que apenas soportarían los primeros traqueteos del viaje. Pues de viaje iban. De largo viaje a Alemania, fundamentalmente, adonde, como todo el mundo debiera saber, aunque a algunos jóvenes de hoy en día no parece habérselo dicho nadie, no acudían a hacer turismo, ni a aprender idiomas.

Acudían, pues aquí no podían hacerlo, a ganarse honrada y dignamente la vida, en un ambiente extraño, duro, en tierras totalmente diferentes a la suya: en clima, lengua, costumbres, comidas. Casi todo lo que ganaban, muchos de ellos haciendo horas extraordinarias sin tino, lo enviaban a sus familias, que habían quedado aquí, y los miles de millones de marcos de sus remesas contribuyeron notablemente a la mejora de la situación económica española. En Alemania, por cierto, eran apreciados por ser gente seria y responsable.

Eso, como digo, ocurría hace cuarenta años. Ha pasado tiempo, ciertamente, pero ¿tanto como para que se haya olvidado lo que representó en beneficio de todos los españoles esa emigración, en gran medida económica, pero también fruto de la política de los gobiernos de la dictadura? Me respondo yo mismo: Sí, ha debido de transcurrir demasiado tiempo. Hace unos días, un compañero, profesor, me contaba absolutamente perplejo la conversación que había mantenido con un alumno. Un chico de 15 o 16 años, de un pueblo de las cercanías de nuestra ciudad, la candidata a la capitalidad cultural de Europa y no sé cuántas cosas más. Cuando mi amigo, caracterizado por su trato fácil y amable con los alumnos, incluso con los más díscolos, preguntó al joven por su fin de semana, la respuesta que obtuvo fue, más o menos de este tenor: Nada, no hicimos nada especial. Si acaso, que como un moro ha puesto una tienda en nuestro pueblo, el grupo de amigos nos dedicamos a tirar piedras al escaparate y a hacerle la vida imposible .

No quise indagar más. La historia, no creo que haya adulto que lo dude, no se caracteriza por ser un muestrario de situaciones justas. Los fuertes siempre han oprimido a los débiles. Pero resulta extraordinariamente duro que chicos como el de la historia que cuento, que acuden diariamente a los institutos (dotados, eso sí, con centenares de ordenadores que duermen el sueño de los justos) no hayan oído nunca, no ya de sus profesores, sino de sus propios padres, que ese moro al que insultan y agreden es la versión de principios de siglo XXI de su propio padre o, mejor, su abuelo, cuyo trabajo en tierra ajena permitió que la familia de la que proceden saliera de la miseria. No sé de quién será la culpa, pero no se trata ya del dichoso fracaso escolar , en estos días tan en boga porque a cierto señor se le ha ocurrido que ya es momento de hablar de él; se trata de algo más grave: de que si mala es la maldad, cuando se alía con la ignorancia se convierte en la encarnación de lo peor a lo que puede llegar el hombre. Y me temo que de eso se está dando bastante últimamente en nuestra tierra.

*Profesor