TLtos ciudadanos mantenemos una extraña relación con los impuestos. Los concebimos como una carga, como si no tuviera compensación, y por eso nos hemos inventado un lenguaje que nos hace sobrellevar la pesada losa. Así cuando Hacienda nos devuelve o nos cobra en junio, nos consolamos o nos revolvemos con esa constatación, olvidando en un caso que la parte devuelta es ínfima respecto a lo que ya hemos pagado, y en el otro, que la parte a abonar sólo es el remate de lo que mes tras mes hemos ido ingresando en las arcas del Estado.

A esta concepción en nada ayudan nuestros responsables políticos y la apuntalan cada vez que se sitúa en la agenda el debate sobre los impuestos. Cuando Zapatero proclamó que bajar impuestos era de izquierdas no allanó precisamente el camino para reclamar mayores esfuerzos fiscales cuando vinieran mal dadas. Cuando Rajoy proclama que el dinero hay que dejarlo en los bolsillos de los contribuyentes porque lo administran mejor, como lo hizo antes de las últimas elecciones generales y ahora repiten algunos de los dirigentes populares, está haciendo un flaco favor a la clase política.

El derecho que los ciudadanos tenemos de fiscalizar a nuestros representantes emana de nuestra condición de votantes y, sobre todo, de contribuyentes. Y a la mayoría nos interesaría un debate profundo sobre nuestro sistema fiscal, con la premisa de que la disyuntiva no es la de pagar más o menos, sino la de que si la carga impositiva se esté repartiendo de manera progresiva, como manda nuestra constitución. Algunos datos invitan a pensar que no es así, que quien tiene mayores ingresos tiene más capacidad para mitigar su carga a través de instrumentos legales pero éticamente discutibles. De la misma manera que tras tres décadas de democracia se considera necesario reconsiderar nuestro modelo territorial, productivo, educativo, energético, no estaría de más retocar nuestro modelo fiscal para hacerlo más justo.