Escritor

Los escritores viven de alguna manera de la infelicidad del mundo, y si llegásemos a la felicidad colectiva, a la armonía universal, se acabó, no habría más que escribir, ha dicho José Saramago en una de sus recientes intervenciones públicas, en las que anda presentando su última novela.

Pero esto no es decir mucho, es decir nada, pues igual que a los escritores se puede aplicar a cualquier actividad humana, puesto que no hay quehacer del hombre que no gire en torno a la infelicidad y a la imperfección.

De ella viven los técnicos en electrodomésticos y los cerrajeros, los curas y los albañiles, los psicólogos y los periodistas, por decir algo concreto y cercano.

El mal no es un ente que se apoltrone en los dominios de un puñado de países como quisieran George Bush y los suyos, sino que es algo que va unido a nosotros, a todos nosotros, como ya entendieron los escritores bíblicos. Y no estoy pensando en el concepto del pecado.

El mal es de mayor tamaño y es objetivo, y no cabría en las carnes de una manzana.

Mientras que el pecado es subjetivo, y como si dijéramos la lírica del mal. Así el analfabetismo es un mal, pero nadie lo siente como un pecado, aunque deje mutilados los espíritus de millones de personas.

Y el optimismo, que es uno de los grandes muñidores de infelicidad, se vende en el mercado de las ideologías como un bien necesario, siendo como es un tremendo mal, aunque venga disfrazado con una sonrisa.

Los optimistas son esos que miran al mundo desde la óptica de un cristal desvirtuado y se sonríen si tú te lamentas del curso que lleva la historia y te contestan que no es para tanto y que ya verás cómo todo queda en nada.

Y como te lo dicen con las mangas de la camisa remangada, pues son grandes trabajadores, aunque sea en dirección equivocada, uno no tiene más remedio que asentir y dar cansinos golpes de cabeza y ver cómo el alma se le acartona entre el costillar.

El optimista es el iluso dañino que tanto vilipendió Voltaire en su Cándido, y no hay precepto científico para luchar contra él.

Porque lo cierto es que bajo el influjo del mal y para defendernos de él es por lo que se perfilan hoy las leyes y, a la vez, se llenan las calles de policías y se cosen con cerrojos todas las puertas.

La infelicidad diseña las campañas publicitarias, llena las iglesias y los hospitales, los supermercados y las librerías. La historia de la literatura es la historia de la infelicidad del hombre.

Aun así, yo confieso mi admiración por hombres como José Saramago, hombres que miran al monstruo de la infelicidad a los ojos y le escupen veneno en forma de novelas, mientras que otros se miran el ombligo y componen versos describiendo las alas de los ángeles.