Los precios de los bienes y servicios no han subido durante febrero respecto al mes anterior. Es el dato neutro, destilado, que se desprende de la información que cada final de mes envía Estadística a Bruselas para que pueda calcular el IPC europeo de manera armonizada, siguiendo los mismos criterios para todos los países miembros. La cifra es elocuente: en febrero, la inflación española era del 4,4%, la misma que en enero. Y arrojado el dato en el fragor de la batalla electoral, la doble interpretación está servida. Unos dirán que la inflación se contiene. Cosa cierta. Y otros que sigue disparada, en las cotas máximas de la última década. Tampoco se puede negar.

El IPC armonizado mensual tiene la ventaja de conocer el diferencial del incremento de precios en España con el resto de los países europeos. Y este sigue prácticamente igual, con nuestra economía algo por encima de un punto de la media comunitaria. Esa brecha siempre se había justificado porque España tenía un mayor crecimiento que los países líderes de la eurozona. El argumento, no obstante, con la acusada desaceleración del crecimiento, pierde fuelle. Y ahí radica la sorpresa del 4,4% sostenido. ¿Por qué, a menor consumo, los precios se resisten a bajar? Esencialmente, porque los más determinantes suben más de lo que auguraban los más pesimistas (precio del barril de crudo), y eso se acompaña de una sequía que encarece el precio de alimentos básicos. Todo apunta a que la inflación será un quebradero de cabeza en los meses venideros. Atajarla, no obstante, requiere mucha frialdad de quien deba tomar decisiones de Gobierno en la próxima legislatura.