El otro día me sentí por primera vez europeo. Algo nuevo viviendo en España, la verdad, pero me resultó inevitable: apretado por la necesidad, fui a miccionar al baño de un lugar público y tuve que ponerme de puntillas para poder llegar (ejem) a la altura que me exigía el ‘meadero’.

Por un momento pensé que estaba, yo qué sé, en Oslo, Malmoe o Moenchengladbach, esos sitios en los que parece que todo está diseñado para tipos que no son tan bajitos como yo. Otras proporciones vikingas que aquí, con el prototipo Alfredo Landa, estamos empezando a conocer. Sin embargo, la situación me hizo reflexionar (al tiempo que intentaba, sin éxito, no dejar todo aquello perdido con mi lluvia). Soy así de bobo.

¿Hemos cambiado hasta aspirar a alcanzar los estándares del resto del continente? Fue una aspiración histórica entrar en la Unión Europea (antes, Comunidad Económica Europea), incluso en época de Franco, al que le hicieron, como es lógico, el mismo caso que a Recep Tayyip Erdogan, otro angelito. Cuando se consiguió, en 1986, nos machacaron con pósters idealistas en el colegio: estar en la CEE era la confirmación de una modernidad y una prosperidad desconocidas. Luego, sin embargo, es algo que no se le ha sabido ‘vender bien’ a la ciudadanía: demasiado a menudo da la impresión de que Europa es una opresora sin escrúpulos --la cara de la Angela Merkel no es la de su compatriota Claudia Schiffer-- en vez de un proyecto en común en el que todos se ayudan a todos. El timo del euro y la inflación que inexplicablemente no recogen las estadísticas oficiales no ayudó. Que el Brexit triunfase en regiones híper subvencionadas por Bruselas da para pensárselo. Ya sabemos que las urnas a veces las carga el diablo.

En fin, que la próxima vez, por muy poco civilizado que sea, me meteré en el de mujeres.