Pocas veces la invocación del derecho de injerencia humanitaria ha estado más justificada que a raíz de las penalidades que sufre Birmania y de la inoperancia de la dictadura militar para atender a las víctimas y facilitar la entrada de ayuda en el país. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos muertos se contabilizan, cuántos son los desaparecidos y cuántos los damnificados. Los generales difunden recuentos inverosímiles y, por si fuera poco, han confinado a un número indeterminado de sus conciudadanos en auténticos campos de concentración. Se trata de una cadena de agresiones a los derechos humanos que, de acuerdo con la doctrina desarrollada por los teóricos del derecho de injerencia humanitaria, debiera inducir a la comunidad internacional a forzar la situación para llevar un rayo de esperanza --y de ayuda-- a una población abandonada a su suerte y exhausta. Acogerse a la inviolabilidad del principio de soberanía para oponerse a la injerencia humanitaria carece de fundamento puesto que el concepto moderno de soberanía está en íntima relación con la capacidad de las autoridades para atender las necesidades más perentorias de la población. Es decir, prevalece el principio de que la protección de los derechos humanos es prioritaria. Por esa misma razón, la intervención rápida y transparente del Gobierno chino en Sichuán, asolada por un terremoto, excluye toda forma de injerencia. Sea porque el país se ha abierto al mundo, sea por razones meramente internas, el caso es que, al informar de cuanto sucede y actuar en consecuencia, el régimen se sitúa en las antípodas del Ejército birmano.