Repaso los ingentes esfuerzos que la Consejería de Educación ha dedicado a la mejora de las Enseñanzas Medias: debates estériles o fértiles, ordenadores, pizarras digitales, planes de fomento para la lectura, planes de refuerzos, rutas literarias, ayudas para libros- y en este seco otoño, borroso el recuerdo de un verano ocioso que pese a que aún parece canícula voló sin contemplaciones, contemplo a mi vez incrédula cómo en mi instituto, a estas alturas de la película, faltan todavía docentes y muchos alumnos malgastan media mañana ociosos en el patio y en manos de sufridos profesores de guardia que no saben ya qué inventar. Y sé que pasa en muchos otros centros. Hace tiempo que no se recuerda un septiembre igual. Porque a los que no están, se les espera y mucho, pero no llegan porque no han sido nombrados. Muy antiguamente, cuando el curso empezaba en octubre, los comienzos eran problemáticos. La tardanza de interinos y sustitutos se atribuía a la escasez de recursos. Cuando yo aprobé en Madrid me mandaron a Orcasitas aunque vivía en Cáceres, y detrás de mí vinieron compañeras de Oviedo a trabajar a Trujillo. Al año siguiente me pudrí en Melilla, porque el sistema era catastrófico. Las vacantes en los centros se cubrían tarde y mal y el curso tardaba en empezar. Desempolvo el baúl de los malos recuerdos mientras me pregunto qué hacen los padres que no se quejan, qué la dormida oposición que no protesta por el ominoso retraso en el comienzo real de las actividades docentes. ¿Nadie controla cómo gana o pierde la Administración su apuesta por una educación de calidad? ¿Por qué callan los sindicatos? ¿Por qué no da una explicación la dinámica consejera, tan parlanchina cuando destaca los éxitos logrados? Mientras la chapuza continúa y la opinión cree que en los centros públicos el curso ha empezado como siempre, la triste verdad es que lo ha hecho peor que nunca. Y me pregunto algo angustiada si es otra consecuencia de la crisis o es que la gestión --de quien sea-- ha sido catastrófica.