Autor teatral

Qienes me conocen saben que tengo instinto de inmobiliario madrileño, capaz de sabotear una voluntad transparente de votantes, aunque sea por muchos millones de ladrillos. No es que uno se orgasme viendo nuevas urbanizaciones vírgenes y pensando en dividendos, sino que uno sueña en casas con sitios, sin inmutarse si son de maquillaje rústico o urbano, nacional o internacional. Es decir, que servidor tendría, sino fuera por mi billetera, más hogares que Isabel II y Pantoja. Yo soy de casas, de echar raíces y bastardos --en la acepción del Borbón Ruiz-Moragas--, por todo el orbe mundial y, si me apuran, hasta universal. Globalización de sentimientos y ambiciones --no confundir con Humberto y los Janeiros--, que nos atacan a las personas que somos humanas, y no se crean que todo el monte es orégano, que de todo tiene que haber. Mi problema, el de siempre, es que no veo un risco, una ciudad, una parcelita o un callejón en que no me imagine una presunta casa, mía para serenar lo inserenable, para buscar musas donde sólo hay musarañas o para disfrutar de una madurez explosiva, tipo ETA, en Benidorm, París, Madrid, Aceña de la Borrega, Roma, Lúhospitalet, Dubrovnik, Arroyo de San Serván, St. Moritz..., en todas me arquitectaría unos tabiques que me defendieran de las crudezas y de los cutreríos del mundo. Casas para mí, por que yo lo valgo; refugios coquetones y apropiados para mis estados de ánimo: por feo, por guapo, por gordo, por irresistible; por tonto, por poeta, por gilipollas, por saber idiomas. Por cornudo, por amante, por fiel, por consentidor... por yo, por ustedes. En fin, cada tabique de su madre, reflejando mis pocas miserias y mis muchas grandezas. Perdonen, pero estoy en mi fase de autoestima. Fuera de quimeras y sueños tipo Mónaco. Yo tengo el instinto, la memoria de lo que me ha amamantado con ciertas y certeras dosis de identidad, donde me puedo reconocer en algo tan simple como un recuerdo de raíz. Permítanme un flash-back: La Vera. Excursión de colegio, como un desvirgo de la tutela familiar. La primera aventura, tan excitante como huérfana, y un rum-rum del flecha en un campamento . Sólo ciento y pico de kilómetros para comprender que has llegado a la luna. Luna fresca y verde en rocas de musgos. Misteriosa por su belleza y abundancia, donde el verano amarillo y de canícula que dejé atrás, se vuelve más distante y transparente por aguas tan frías que te alivian hasta el alma. Balconadas de madera, que en aquel entonces me hicieron renegar de mis pueblos de cal, como si presintiese que ésta era la antesala de los muertos y sus nichos. Noches de brisa para la necesidad de una chaqueta. Gargantas profundas con la tentación de tragarte. Esencia extremeña, sin faralaes ni sevillanas, cada vez más lejos de Sevilla, y más cerca de lo sevillano. Candiles, bordados y un palacio de siglos y plazas que me hacen dormitar. Los que me siguen por mi sitio, verán en mí la necesaria contradicción plena: necesito al norte como al sur. Pero mi instinto me dice que necesito otra hipoteca, para tener un refugio en La Vera. Abstenerse curiosos. Para contactar conmigo, aquí.