En vísperas electorales --como las que vivimos en estos meses iniciales de un largo año de encuestas-- los porcentajes más buscados, comentados, repetidos y calculados son los de "intención de voto", que todos los medios informativos elaboran según sus propias estimaciones, sus particulares criterios, o según la esperanza de resultados que mejor cuadre con sus intereses políticos o empresariales. Con harta frecuencia una nube de jóvenes encuestadores --contratados por horas y pagados con cicatería-- se reparten por los lugares más frecuentados de la ciudad para preguntar a los ciudadanos, muy amablemente, qué piensan votar en las próximas citas electorales; anotando cuidadosamente sus respuestas para después --ya en el "laboratorio" de las redacciones-- "cocinar" adecuadamente lo que esperan los lectores que salga de las urnas.

Los resultados se reducen a tantos por ciento; se trazan sobre campos de coordenadas como columnitas movibles, que permitan su comparación visual con "intenciones" anteriores; o se trasladan a círculos coloreados y divididos en sectores que muestren --más o menos-- la voluntad puntual y muy cambiante de los electores a la hora de decidir su voto.

Todo el proceso tiene únicamente un valor virtual y pasajero, pues solamente sirve para hacer largos comentarios sobre la marcha política del vecindario y llenar algunas páginas de los diarios más conspicuos. Porque esta "intención de voto" tan traída y llevada --no es la que verdaderamente mueve a los ciudadanos a acercarse a cada colegio electoral, seleccionar una u otra papeleta de candidatos e introducirla en cada urna, con la esperanza de que salgan elegidos realmente a los que él ha seleccionado.

LO QUE los encuestadores deberían anotar con cuidado, no es a quién piensan votar los ciudadanos; sino el por qué votan a unos y no a otros, de los numerosos candidatos que se postulan como futuros legisladores. Porque la incógnita importante no es la cantidad --que es un dato muy superficial--; sino la calidad de los votos que va a ir apoyando a cada una de las "listas". Y esta "calidad" también debería ser el motivo de mayor peso para atribuir cada escaño, cada bancada del Congreso, de los Parlamentos regionales o de cada concejalía municipal, de las que nacen igualmente las Diputaciones Provinciales.

Entiendo que no deberían computarse con el mismo valor los votos que se dan a un candidato: "¡...porque es mi vecino!". "Porque somos amigos desde hace tiempo". "Le voto porque es mi cuñado". "Me ha prometido que si sale diputado, me va a hacer "asesor" de su gabinete". "Porque lleva de concejal doce años, y tampoco lo ha hecho tan mal...". Me ha prometido condonarme las tasas y darme una licencia de obras... "Porque si no sale elegido, no cuenta con ningún otro oficio ni beneficio..." etc. Votos superficiales, epidérmicos, carentes de cualquier análisis de la futura función que han de desempeñar los elegidos como diputados, senadores o concejales, en los tres niveles que marca la Constitución.

Valoremos, pues, aquellos otros votos que se basan en la preparación y competencia del candidato. En su honradez y rectitud de miras. En su capacidad de trabajo y de sacrificio por el bien de los demás. Que es un voto consciente, meditado y emitido en los justos términos que exige la democracia.

Los procedimientos establecidos actualmente para realizar las elecciones tampoco ayudan a conocer con claridad la "intención de voto"; pues las listas cerradas y bloqueadas, determinadas por los comités electorales de cada uno de los partidos, cocinadas en los gabinetes y despachos de las sedes respectivas, a base de incluir en ellas a los más fieles militantes --"corifeos" y "pretorianos"--; en vez de a personas de reconocido prestigio, de notable honradez e indomable ética, hace muy difícil a los votantes escoger las papeletas adecuadas para cumplir con esa intención de elegir a los mejores.

La intención del voto debería estar regulada; si no por la ley --que sería poco democrático-- sí, al menos, por la ética. Pues los errores ante las urnas suelen ser devastadores, y solo se pueden corregir cada cuatro años. La función política debería dejar de ser la única aspiración de los oportunistas para ocupar un escaño o un cargo de poco trabajo, aunque bien remunerado, y poder mantenerlo durante veinte años.