Es plausible perseguir el delito allí donde se produzca, pero las delicadas fronteras entre la seguridad y el derecho a la intimidad pueden vulnerarse simplemente con un poquito más de entusiasmo por la persecución del delito y un pequeño olvido de los derechos de privacidad del ciudadano.

Internet es un sitio público, pero que un policía esté al tanto de si desde mi casa me conecto a páginas de turismo, de literatura o voy en busca de pornografía, o me estoy documentando sobre las dictaduras americanas es algo que, en principio, no me gusta. Internet es un sitio público, pero también la calle es un sitio público y resultaría inadmisible que hubiera un procedimiento por el cual la policía se enterara de cuándo entro a unos grandes almacenes, a un hotel o a una tienda especializada en quesos. Todo eso, sin ningún mandato judicial, y solamente por ver si pescamos a alguno que, de repente, saca una escopeta de cañones recortados y atraca una joyería o se copia una película que, por cierto, se venden a cinco euros en la calle, delante de las narices de la policía, sin que muevan un dedo para detener al desgraciado mercader.

Está bien que luchemos para preservar los derechos de autor --yo soy autor y socio de la SGAE-- pero sin destrozar las libertades individuales. Está bien que intentemos cazar al ratón, pero sin romper la cristalería de Bohemia, regalo de bodas, que bastantes piezas le faltan ya con Sitel y sin Sitel. Cuidado con el frenesí en la persecución del delito, no se vaya a despertar el totalitario que todos llevamos dentro y que se excita mucho cuando tiene la posibilidad de legislar. Ponerle puertas al campo y a internet es difícil, pero como se les vaya la mano pueden propinar un patadón a la puerta de nuestra casa.