La fronda iraní que zarandea a la república de los ayatolás ha adquirido una consistencia y continuidad que pocos se hubiesen atrevido a vaticinar después de la represión que siguió a las primeras protestas por la reelección en junio --con incuestionables visos de operación fraudulenta-- del presidente Mahmud Ahmadineyad. Cualquier celebración o acontecimiento vale a los adversarios de la élite conservadora para desafiar al régimen, y en el caso de la Ashura, que es la más solemne de las conmemoraciones chiís, los ingredientes religiosos, consustanciales a la revolución islámica, confieren una especial relevancia a la protesta. Porque los reformistas que siguieron a Musavi hasta las urnas y hoy sufren la represión no son heterodoxos ajenos a las esencias del régimen, sino partidarios de promover el cambio sin poner en duda el legado de los revolucionarios que en 1979 depusieron al sha Reza Phalevi e instauraron una teocracia.

Alimenta el descontento que se está viviendo hoy en Irán una mezcla de frustración política de la clase media urbana, además de la lógica lucha por el poder y de una crisis social. Pero también lo hace la sensación entre los jóvenes, herederos de una revolución que no hicieron, de que el galimatías institucional creado por el ayatolá Jomeini y sus sucesores mantiene bloqueado el sistema político. De forma que la mitología de la república islámica prevalece y se impone a los resultados electorales --el reformista Mohamed Jatami nunca pudo llevar a la práctica su programa--, al tiempo que el líder espiritual, Alí Jamenei, y su círculo ideológico tutelan el funcionamiento del Estado, controlan al Ejército y apoyan el desafío nuclear que desde la primera legislatura de Ahmadineyad viene planteando este país a la comunidad internacional con el objetivo indiscutido de convertirse en una potencia regional sin adversarios.

En estos días de disturbios, hay un factor que se ha revelado decisivo para entender el curso de los acontecimientos: sin la existencia de internet y la difusión en todas direcciones de las imágenes y los mensajes de la tragedia, quizá la clerecía conservadora hubiese podido ocultar la gravedad de la situación y el recuento de muertos, pero no lo ha conseguido porque la red se ha convertido en uno de sus grandes enemigos. Frente a la elocuencia de las imágenes y al dramatismo de los blogs es difícil violentar la realidad sin caer en el ridículo. De ahí a suponer que el Gobierno iraní insinúa un cambio de comportamiento, media un abismo. El mismo que separa la composición social y política de Teherán y otras ciudades de la del resto del país, donde la economía del bazar y la cultura tradicional tienen más peso que los movimientos de masas y la retórica reformista, que pretende liberalizar al régimen para salvarlo de sí mismo.