Escritor

El río Guadiana resplandece a su paso por Mérida. El agua está transparente, pues hace tiempo que no ha llovido. Desde el soberbio Puente Romano puede verse en algunos puntos el fondo cubierto de piedras redondeadas y grandes peces oscuros que se mueven lentamente, dejando brillar a veces sus vientres plateados. Hay algunos pescadores solitarios, aguardando pacientemente con sus largas cañas extendidas. También, muy confiados, pasar de vez en cuando algunos ánades, disfrutando de la tranquilidad de sentirse seguros en el ámbito de la ciudad, donde no puede haber cazadores. Es sorprendente ver esta fauna tan integrada en la paz de las estructuras urbanas: tórtolas arrullando en los cipreses, garzas pescando en las orillas, las gallinetas, los patos, las familiares cigüeñas... Hace años era impensable esta armonía entre lo puramente salvaje y los hombres. Pero ha crecido la conciencia de respeto ecológico y, ahí están, tan frescos, haciendo su vida sin que llegue un desaprensivo muchacho a apedrearlos con sus tirachinas o a dispararles con su escopeta de aire comprimido. Es todo un avance.

Encantado por este delicioso espectáculo que me ofrece el puente, sigo ahí un rato, dejando que mi vista descanse al paso de las mansas aguas que llegan desde la lejanía.

De repente descubro algo que llama mi atención. Veo un pájaro muy oscuro, como una negrísima sombra en el cielo azul. ¿Qué será?, me pregunto. Es un gran pájaro, poderoso, que no identifico con ninguna especie de las que habitualmente hacen su vida en los ríos extremeños. Lo veo evolucionar en un vuelo seguro, rápido, dar algunas vueltas y lanzarse como una flecha a las aguas en las que desaparece al momento. ¿Se habrá ahogado? No, nada de eso. Al cabo de un rato sale y nada a gran velocidad. Espantados, patos y gallinetas se apartan. Ciertamente, este pájaro parece un intruso.

A mi lado, un hombre de mediana edad está, como yo, muy pendiente del ave. Escudriña con sus ojillos el panorama desde detrás de unas abultadas lentes y, como si adivinara mi estupor por la presencia del pájaro negro, comenta:

--Es un cormorán.

--¿Un cormorán?, repito extrañado.

--Sí. Ya ve. Es una de esas especies nuevas, introducidas. Dicen que vienen de por ahí, del este de Europa... ¡Cualquiera sabe! El caso es que los pescadores se quejan amargamente.

--¿Y por qué se quejan?, pregunto al desconocido, que se presta amablemente a darme explicaciones.

--¿Por qué va a ser? Pues porque se comen a los peces. ¡Esos avechuchos son la leche! Se comen todos los días media docena de barbos y bogas. Vamos, que pocos peces autóctonos van quedando y esos cormoranes terminarán con todo. ¡Me cago en...!

Los dos, apesadumbrados, estamos allí, codo con codo, en la barandilla del puente, viendo al glotón e intruso cormorán negro ponerse morado con nuestros deliciosos pececillos extremeños. Y surge entre nosotros una especie de solidaridad anticormorán, una conciencia reivindicatoria de la fauna autóctona.

Cuando llego a casa busco en la Enciclopedia "cormorán". El sabio libro me responde que este nombre viene de la antigua voz francesa corp mareno , que significa cuervo marino; es un ave palmípeda que vuela y nada muy bien, es voraz devorador de peces, habita en las costas y alguna vez se halla tierra adentro.

NOTA: Me parecía absurdo insistir machaconamente sobre los argumentos del "no a la guerra", tan evidentes. Aprovecho una vez más este espacio para manifestar mi absoluta oposición al ataque estadounidense a Irak. Pero, por favor, que alguien declare la "guerra preventiva" a los cormoranes o nos quedaremos sin bogas ni barbos en el Guadiana.