La tentación siempre está ahí: utilizar el escaparate de la gran competición deportiva para fines teóricamente nobles. En realidad, ningún boicot sirvió nunca para nada, salvo destrozar a generaciones completas de deportistas. Ocurrió ya en Moscú´80, cuando americanos, alemanes y australianos boicotearon los Juegos en protesta por la invasión soviética de Afganistán y los españoles tuvimos que ocultarnos bajo bandera blanca. Sucedió en Los Angeles´84, como réplica del bloque comunista. Y casi siempre ha estado ahí, intentando dinamitar el Mundial de fútbol ´78 contra la dictadura argentina o protestando contra el apartheid sudafricano en los Juegos de Montreal´76. Pero jamás sirvió para nada, ni siquiera en aquellos tiempos de los dos bloques enfrentados.

Y menos servirá ahora, en este mundo aplanado donde los mercados financieros son soberanos. Los derechos humanos pisoteados en China no frenan el menor intercambio comercial y económico. Desde Estados Unidos hasta la menor de las potencias industriales no hay país ausente del mercado chino, sea para invertir, para desarrollar o fabricar. El mundo entero asume que estamos ante una dictadura de rostro feo, pero a nadie le tiembla el pulso para firmar contratos. Así que, ¿por qué deben pagar los deportistas los desmanes de las autoridades chinas? Sin duda, la tarima olímpica es tan lujosa que la hipócrita tentación de utilizarla resulta muy golosa. Hasta agosto se repetirán las protestas simbólicas, y cabe aplaudir las denuncias contra el oprobio chino, pero nadie debería repetir la estupidez de querer mediatizar a los deportistas. Y mucho menos si quien lo intenta tiene los pies de barro.