Al cumplirse cinco años de la invasión de Irak se han hecho realidad los peores augurios. Ni siquiera la institucionalización del nuevo régimen puede presentarse como un logro, porque solo ha sido posible mediante la conversión del país en un protectorado de Estados Unidos y a costa de un empeoramiento de las condiciones de vida de la población, sometida a la lógica de la guerra sectaria, las privaciones y la soberanía limitada. Por si estos parámetros no fueran del todo convincentes, la caída en picado de la popularidad de George Bush, en el ocaso de una presidencia desastrosa, completa un panorama desquiciado en el cual la crisis económica en curso se suma a la debilidad del sistema de relaciones internacionales, especialmente en Oriente Próximo, la amenaza del terrorismo islamista y el encarecimiento imparable de la energía.

Resulta moral y políticamente reprobable que aún pueda encontrarse a quien, como el propio Bush, ayer, o el expresidente José María Aznar, un día antes, se declara satisfecho con la situación en Irak, se ratifica en que se hizo lo correcto y confiesa que, en iguales circunstancias, volvería a hacer lo mismo. Lo cual es tanto como decir que, a partir de informaciones viciadas, por no decir manifiestamente falsas, volvería a ordenar un ataque que dio alas al terrorismo de Al Qaeda, alimentó la desconfianza del universo musulmán hacia Occidente y suministró munición propagandística a los iluminados de la bomba. Causa especial sonrojo escuchar decir a Bush que esta guerra es "noble, necesaria y justa". Aunque admite --faltaría más-- el "gran coste en vidas y en la Hacienda Pública", recalca que este esfuerzo es "necesario" para evitar la victoria de los "enemigos". Y culmina su discurso asegurando que el mundo es ahora un "lugar mejor" y Estados Unidos está más seguro.

Si Irak registra ahora menos atentados que hace unos meses y el parte de bajas en el cuerpo expedicionario de Estados Unidos se ha contenido, debe atribuirse a la habilidad del general Petraeus para llegar a acuerdos y pactar treguas con la insurgencia. Pero sería un error deducir de ello que es posible pensar en un Irak en paz si desaparece la tutela exterior. Para nadie es un secreto que, en ausencia de los ocupantes, renacería la guerra entre comunidades, Irán se haría más presente en el conflicto y Arabia Saudí apoyaría a la minoría suní para oponerse a la mayoría chií. Los primeros que son conscientes de esa realidad son los aspirantes demócratas a disputar la presidencia al republicano John McCain: ni Barak Obama ni Hillary Clinton disponen de un plan concreto para salir de Irak a corto plazo, y las críticas a su adversario, partidario de seguir allí todo el tiempo que haga falta, no han pasado de las generalidades. La realidad no les permite ir más allá.