Ocurrió el 27 de diciembre del 2002 en el Parlamento vasco. Jaime Mayor Oreja, a la sazón ministro del Interior y diputado en Vitoria, llegó tarde a la votación plenaria de los presupuestos generales de la comunidad. Las puertas de la Cámara estaban ya cerradas. El PNV, EA e IU lograron aprobarlos. De haber estado presente en la sesión el político del PP, el lendakari Ibarretxe hubiera sufrido una derrota irreversible. Mayor Oreja reconoció su error de previsión admitiendo que su ausencia había dado dos años de estabilidad al Gobierno peneuvista. El retraso de un parlamentario redundó en la prolongación de una legislatura.

El episodio dispone de una especial actualidad: el parlamentarismo es esencialmente presencial. Lo es incluso en esta época de eclosión tecnológica. El Parlamento es un organismo colegiado que exige estar para ser. Los nuevos reglamentos han permitido que exista el voto telemático en supuestos tasados que tienen que ver con impedimentos físicos temporales, o voto por delegación en terceros en situaciones excepcionales como la de los diputados presos provisionalmente (no los fugados). Cabe también la sustitución de un parlamentario por otro en asuntos ordinarios. La investidura es un acto personalísimo, de los denominados intuitu personae y, por lo tanto, indelegable. De lo que se infiere, más allá de toda duda, que si Puigdemont quiere ser el president de la Generalitat no tiene otra alternativa que cumplir con el reglamento y la ley de Presidència, presentarse, intervenir y someterse a la correspondiente votación. Hipótesis improbable porque sería antes detenido.

El relato independentista ha consistido en tratar de configurar evanescencias e improbabilidades en realidades verosímiles. Tanto que hasta han hecho creer a cientos de miles de ciudadanos catalanes que la República catalana, tal y como ellos la planteaban, estaba al alcance de la mano. Y cuando los hechos se han impuesto al relato, se ha ajustado la realidad a martillazos. Así, convirtieron unas elecciones plebiscitarias fracasadas -las del 27 de septiembre del 2015- en un «mandato popular» que jamás se había producido. Adujeron que la mayoría en escaños sustituía a la que no obtuvieron en votos. Con la investidura telemática o por delegación de Puigdemont el relato continua: se trata de hacer verosímil lo que no casa en absoluto con la realidad jurídica ni política.

Afirmaciones como que el «reglamento no prohíbe» la investidura telemática o que es posible la investidura por delegación son fraudulentas. En la interpretación de las normas hay que estar al espíritu con el que fueron dictadas. El legislador en ningún caso barajó la hipótesis de una investidura que no fuera presencial. Podría afirmarse incluso que el debate generado por este tema no tiene naturaleza jurídica sino que debe resolverse con los más elementales criterios de racionalidad y sentido común. No obstante, no creo que haya jurista del más mínimo fuste que dé por buena una investidura virtual.

El procés, sin embargo, ha hecho gala de una audacia que ha terminado con fugados, encarcelados e imputados. La dimisión del astuto Mas, la de Mundó y el apartamiento de Forcadell, así como las retractaciones de Cuixart, Sánchez y Forn, son ejemplos de cómo tarde o temprano, las temeridades acaban en catástrofes políticas, sean personales o colectivas. Es hasta posible que el independentismo montaraz nos depare una sesión de investidura que evoque las dos peores del Parlament de Cataluña: las del 6 y 7 de septiembre. Si así fuere y se impone el sectarismo a la razón parlamentaria, democrática y legal, Puigdemont tampoco será president como Cataluña no fue república independiente el 27 de octubre pasado. El recurso al TC suspenderá el eventual nombramiento y se prolongará el 155. El criterio es claro: no hay presidencia sin presencia. La diatriba jurídica es de fuleros.

Concurre una circunstancia adicional: Puigdemont no comparecería personalmente para evitar responder ante la justicia por sus presuntos delitos de rebelión, sedición y malversación de fondos públicos. La aberración de una investidura telemática o delegatoria aumentaría su calibre. Sería exigible, tras las frustraciones que ha ido deparando el procés, que cese ya esa capacidad imaginativa histriónica del secesionismo que prescinde del principio de realidad. Mejor escuchar algunas voces que abogan por un gobierno de gestión para arreglar el desaguisado de siete años de desnortadas ocurrencias y de probabilidad inverosímiles.