La política institucional catalana está con el reloj parado. El presidente del Parlamento autonómico, Roger Torrent, frenó en seco el pasado martes la nueva huida hacia adelante que proponían los incondicionales de Carles Puigdemont dentro de Junts per Catalunya con su investidura a distancia contraviniendo las indicaciones del Tribunal Constitucional. La urgencia con la que se pidió en la campaña electoral la restitución de las instituciones autonómicas se ha diluido en la enésima batalla intestina para asegurarse la hegemonía dentro del bloque electoral independentista. Nunca una causa tan sublime tuvo unos defensores tan vulgares. El núcleo irredento de Junts per Catalunya frivoliza incluso con la repetición de las elecciones, algo no solo arriesgado, sino en las antípodas de sus mismas promesas electorales: restitución del Gobierno, suspensión del artículo 155 y normalización política.

Desgraciadamente, el núcleo actual en torno a Puigdemont no atiende a la lógica política sino que se siente más atraído por la apelación a los principios morales y a los lemas patrióticos. Una dinámica que ha permitido su supervivencia en las instituciones desde el año 2012 pero que ha dado muy pocos frutos tangibles. La crisis ha pasado, como en el resto de España, sin que la ciudadanía tenga la más mínima conciencia de que la Generalitat ha contribuido a ello, mientras que la independencia ha sido solo una declaración simbólica, sin efectividad práctica, salvo el encarcelamiento o la fuga de parte del gobierno que la impulsó.

Desde este punto de vista, algunos de los conceptos que paralizan actualmente la investidura -como traición, rendición o sumisión- podrían tener un significado radicalmente contrario al que se les está dando. El realismo de Esquerra, que finalmente se ha hecho público, y el que empieza a asomar en la facción sensata del PDECat es la única esperanza que le queda a la ciudadanía, sea o no independentista, para que Cataluña tenga a corto plazo un presidente de la Generalitat y un gobierno efectivos.

Lo sublime, pues, es hacer aquello que conviene a los intereses del conjunto del país y lo vulgar es refugiarse en los grandes principios para salvar situaciones individuales que pueden suscitar, o no, solidaridad personal pero que resultan políticamente irrelevantes.