Las elecciones iraquís, las primeras desde las legislativas del 2005, han sido un éxito para el primer ministro Nuri al Maliki y la Coalición por el Estado de Derecho liderada por el partido chií Dawa, creado en la década de los 50 y que pagó con sangre la oposición a Husein. Las excepciones son las provincias kurdas, autónomas desde 1991, y Kirkuk, el enclave petrolero disputado por kurdos, turcomanos y árabes, donde primero hay que ver cómo se distribuye el poder. A pesar del asesinato de una decena de candidatos, las elecciones han transcurrido sin incidentes, con una participación superior al 50%. El descrédito de los partidos religiosos, cuyo sectarismo ha alimentado las masacres, ha beneficiado a los partidos laicos y multiconfesionales, mientras la presencia de Al Qaeda ha quedado reducida a Diyala.

La ocupación desmanteló el Estado y la resistencia amenazó la estabilidad regional, pero el baño de sangre ha favorecido los deseos de poner fin a la violencia. Las elecciones no son todavía la paz pero sí un primer paso para conseguirla. En suma, como preconiza un viejo principio, si no puedes acabar con el enemigo, cómpralo, que es lo que ha hecho Washington con las milicias sunís y Al Maliki con los jefes tribales y religiosos chiís.