Solo un exceso de ingenuidad permite compartir la opinión del premier Gordon Brown de que la retirada de los soldados británicos de su base de Basora no pasa de ser un cambio --más o menos un mero traslado de fuerzas-- en el papel del cuerpo expedicionario que el Reino Unido mantiene en el sur de Irak desde el comienzo de esta guerra ilegal, en la primavera del 2003. Por el contrario, parece más ajustado a la realidad deducir del repliegue que se trata de los primeros pasos para hacer efectiva la evacuación británica de Irak a medio plazo. El estado de gracia del primer ministro, que ha rescatado al Partido Laborista de la depresión en que se encontraba durante los últimos meses de gobierno de Tony Blair, otorga a Brown el poder de convicción y la capacidad de maniobra necesarias para satisfacer a la opinión pública y, de paso, procurarse un instrumento propagandístico si finalmente convoca elecciones anticipadas en otoño.

Pero la medida tiene otras interpretaciones, la más concluyente es que viene a confirmar que van en aumento las divergencias entre la Casa Blanca y Downing Street a propósito de la gestión del caos iraquí. Mientras los norteamericanos ni siquiera se aventuran a elaborar un calendario de disminución de los efectivos --160.000 soldados--, limitándose el presidente Bush a la vaga promesa de que habrá una reducción de soldados si continúan "los éxitos", Brown pone de manifiesto su determinación para salir del avispero sin entrar en detalles. Acaso se le pueda echar en cara que se desentiende de las consecuencias de una invasión en la que el Reino Unido participó sin restricciones, pero no de falta de energía para rescatar de la matanza a los 5.500 soldados acantonados en la provincia de Basora. Y ni siquiera estos reproches están plenamente justificados: las críticas de dos generales británicos que estuvieron al frente de las tropas en el 2003, por el desbarajuste que ha sucedido al régimen de Sadam, han surtido al primer ministro una inesperada batería de razones para hacer las maletas.

En este escenario, la visita sorpresa que el mandatario estadounidense giró a los soldados tiene todas las trazas de quedarse en una operación de imagen con el fin primordial de intentar contrarrestar los efectos de la nueva posición británica en los ciudadanos de Estados Unidos, que se sienten ya cansados de contar bajas y de ver cómo sus impuestos sirven para financiar una guerra sobre la que hay muy pocas esperanzas de que en ella se pueda alcanzar alguno de esos "éxitos", a los que aspira su comandante en jefe.

Bush intenta combatir su desoladora imagen de soledad mediante la visita al frente iraquí en compañía de los máximos responsables políticos de la dirección de la guerra. Lo cual, paradójicamente, no hace más que realzar el hecho de que, en el ocaso de su segundo mandato, ni siquiera los británicos --sus aliados aun con la opinión pública en contra-- están dispuestos a seguirle sine die en el campo de batalla.