Un exdirector del Mosad, el servicio secreto israelí, afirmaba el lunes en Madrid que, en contra de lo augurado, la guerra de Irak no había provocado un aumento del terrorismo. Eligió un mal día para decirlo. Pocas horas después varios coches bomba conducidos por nueve suicidas se lanzaron contra edificios ocupados por occidentales en la capital de Arabia Saudí. Saldo estimado: alrededor de 30 muertos, al menos siete de ellos, estadounidenses. Como ha reconocido Colin Powell, los atentados llevan la marca de Al Qaeda, la organización fundada por Osama bin Laden.

Aunque es pronto para analizar la relación entre los atentados y la invasión de Irak, está claro que el pulso contra el terrorismo mundial, pese a las conclusiones triunfalistas de George Bush, no se acaba con el derrocamiento de Sadam Husein, cuya supuesta vinculación a Al Qaeda no deja de ser otra de las excusas con las que se intentó justificar la guerra ilegal. Desgraciadamente, lo previsible es lo contrario: ha crecido el rencor árabe contra Occidente y el terrorismo nihilista, que basa su mortífera eficacia en la utilización de suicidas, reactiva los atentados en venganza contra la política de Bush en esa parte del mundo.