La alarma suscitada por la crisis de los 15 militares británicos retenidos por el Gobierno iraní desde hace 10 días va en aumento y se aleja de un desenlace sin grandes costes. El ataque que sufrió ayer la Embajada del Reino Unido en Teherán, compendio del talante con el que enfrentan la situación los sectores más duros del régimen de los ayatolás, y las baladronadas del presidente Mahmud Ahmadineyad alimentan los peores presagios en igual o mayor medida que el bloqueo diplomático y las exigencias apremiantes del presidente Bush.

Aunque las circunstancias son bien distintas a las de noviembre de 1979, cuando 52 norteamericanos fueron tomados como rehenes por la recién fundada república islámica y permanecieron allí 444 días, los agitadores profesionales y los partidarios de aplicar a Irán la política del gran garrote han empezado a invocar los fantasmas del pasado. Juega a su favor la desconfianza mayoritaria hacia Irán y su decisión de contar con un programa nuclear propio, pero tienen en contra la conversión reciente al realismo de la diplomacia estadounidense y la catástrofe iraquí, más incontrolable a cada día que pasa. La prudencia de las organizaciones internacionales --ONU, OTAN y UE-- pone al descubierto que, en la crisis en curso, son mayoría quienes piensan que un error de cálculo puede tener consecuencias imprevisibles. Y aunque la negociación puede entrañar costes políticos para el Gobierno británico y, en menor medida, para la desgastada Administración de Bush, optar por otra vía equivaldría a degradar aún más las relaciones de Occidente con una parte cada vez mayor del mundo islámico.