WEwl asesinato de Benazir Bhutto sella el trágico destino reservado a la familia que ha sido punto de referencia de la política paquistaní durante 40 años y llena de incógnitas el futuro de un país asolado por la violencia islamista, la politización del Ejército y la corrupción rampante. Con la muerte de Bhutto desaparece la líder indiscutida del Partido Popular del Pakistán (PPP), que puso al servicio de la modernización del Estado sin perturbar en exceso a los fundamentalistas religiosos, emboscados en las instituciones desde los días del dictador Zia Ul Haq. Con el atentado de Rawalpindi se pone de manifiesto la debilidad del proceso electoral previsto para enero, que ahora, lejos de estabilizar Pakistán, puede sumar nuevos ingredientes a su crisis endémica.

Caben pocas dudas sobre la firma islamista del asesinato, y ninguna sobre la imposibilidad de los grandes valedores del presidente Pervez Musharraf --Estados Unidos y el Reino Unido-- de pasar por alto que su protegido está lejos de controlar el curso de los acontecimientos. Más bien parece incapaz de ofrecer garantías mínimas de seguridad para contener a los fundamentalistas instalados en la policía y los servicios secretos, y de poner el arsenal nuclear a salvo de los predicadores de la guerra santa. En cualquier caso, ha exhibido un desinterés mezquino de alto riesgo por mantener a Benazir Bhutto dentro de los parámetros de seguridad aconsejables después del atentado del 18 de octubre en Karachi, del que salió ilesa.

De hecho, el asesinato de Bhutto supone una prueba de fuego para las relaciones entre Islamabad y Washington, que, según los expertos, tiene la llave para exigir la continuidad democrática en el país. El poder de Washington reside en los 10.000 millones de dólares de ayuda que la Casa Blanca ha entregado a Islamabad desde 2001 con el objetivo de ayudar a Musharraf a intensificar la lucha contra los elementos radicales islámicos. Buena parte de esos fondos se desviaron, según informes recientes, a otros fines como el desarrollo de armas para contrarrestar un posible ataque de la vecina India, lo que ha llevado a EEUU a reconsiderar los términos de la ayuda.

En un escenario situado a las puertas de Afganistán, con el conflicto de Cachemira pilotado por las franquicias de Al Qaeda, Bhutto encarnaba el nacionalismo moderado y occidentalizante ensayado por su padre hasta que fue depuesto por un golpe de Estado y ahorcado en 1979. Con su desaparición, el PPP deberá afrontar dificultades poco menos que insalvables para seguir el mismo camino: como suele suceder en partidos sujetos a la voluntad exclusiva de su líder, carece de figuras de recambio capaces de situarse por encima de la lucha por el poder. De ahí el interés que tuvo Occidente en apoyar el regreso de la exprimera ministra, favorecer su candidatura frente a la de Nawaz Sharif, más proclive al entendimiento con los islamistas y menos popular, y obligar a Musharraf a dejar el Ejército para convertirse en un presidente sin funciones ejecutivas. De ahí, también, el interés islamista por ahogar en sangre el experimento.