Durante muchos años, el lema «Spain is different» funcionó como una suerte de eslogan publicitario para turistas al que los propios españoles no sabíamos cómo acercarnos. La singularidad siempre ha sido bienvenida en nuestro país, sacando pecho incluso de cosas que poco mérito tienen, pero que son «muy nuestras». Al mismo tiempo, servía justo para defender su contrario: para aliento y (des)consuelo de los que predicaban que España estaba separada de Europa por mucho más que la cordillera pirenaica. El caso es que España era y se sentía distinta.

El paso del tiempo, la indudable modernización de las instituciones y la integración comunitaria fueron dejando envejecida la expresión, casi relegada a ser un cachivache más de tienda de souvenir o frase pretendidamente original en sonrojantes camisetas playeras. España seguía siendo España, faltaría más. Pero ya no ejercía a tiempo completo. Parece que esa bandera, ahora, pretenden enarbolarla otros.

Voy, en este punto, a hacer una cosa que, seguramente, los manuales de estilo desaconsejan: autocitarme. Sirva de atenuante que tiene truco, porque la cita recoge lo que puede calificarse como un error (si son exigentes) o al menos como una previsión demasiado naif por mi parte. Semanas atrás, con ocasión de la operación de venta forzosa del Popular, decía textualmente que la actuación del Banco Central Europeo (BCE) pivotaba en «evitar que las pérdidas por la actuación de una entidad privada fueran sustentadas por los contribuyentes». Y aseguraba que: «El mensaje es muy claro: el próximo banco en dificultades tendrá muy difícil acudir a medidas más “flexibles” que las que se han impuesto al Popular».

La crisis del euro y la necesidad de determinados países favoreció una centralización de órganos de supervisión, que además impondrían sus normas sobre el derecho nacional. El BCE, en acción conjunta con la Comisión y el Parlamento europeos, impulsó una Unión Bancaria que supone un sistema de supervisión único y un mecanismo de resolución común. Ambos construyen su acción sobre dos pilares sólidos: uno, sustraer el control bancario de los siempre tendenciosos intereses políticos; y dos, que ningún contribuyente volviera a pagar un rescate bancario sin que los accionistas soportaran primero las pérdidas.

Con matices, esta ha sido la guía seguida en la solución adoptada con el Popular. Ante el problema de solvencia de la entidad (con el síntoma agravado de falta de liquidez) o se optaba por una liquidación o se vendía el banco al mejor postor. En ambos supuestos, todas las pérdidas eran asumidas por los inversores (accionistas, bonistas, poseedores de otros instrumentos de capital) Sin dinero público de por medio. La respuesta prevista, idéntica para problemas similares dentro del sistema bancario europeo. Pero, por lo visto, Italia (sí) es diferente.

El BCE, además del Popular, venía vigilando a un número de entidades de la zona Euro. Ya contamos que, de hecho, el primer plan de emergencia se previó para Monte Dei Paschi, que parece (eventualmente) fuera de la situación de intervención. Sin embargo, esta semana se anunciaba que dos entidades, Banca Populare di Vicenza y Veneto Banca, entraban dentro de los parámetros de rescate.

Actualmente, cuando una entidad entra en esta situación es la Junta Única de Resolución, dependiente del BCE, que decide la entidad se somete a liquidación o a resolución. La resolución supone aplicar las reglas del BCE para entidades insolventes. El caso del Popular. En la liquidación, en cambio, se aplican las normas propias de cada país, lo que deja de facto abierta la posibilidad de una intervención gubernamental. Y esto es lo que ha ocurrido con las entidades transalpinas.

La diferencia de trato otorgada por el BCE tiene difícil explicación. El argumento es que las entidades italianas no eran «sistémicas» ni generaban problemas que afecten al interés público. Así que se ha permitido la recapitalización con fondos públicos. Una actuación que levanta demasiados interrogantes.

No porque la resolución del Popular, evitando la entrada de recursos públicos, merezca reproche. Lo cierto es que evitar que tengamos que intervenir en el rescate de entidades privadas es un avance. Pero ¿dónde está el límite? ¿Tenemos que entender que existe una distinta protección para accionistas, incluso depositantes, en función del país?

Lo que se advierte en el fondo es un inquietante poso de arbitrariedad. O, al menos, una respuesta distinta ante un mismo problema. Una discrecionalidad que, aislada de una convincente explicación, puede crear un peligroso precedente que dé al traste con la legitimidad de una supervisión comunitaria que es necesaria. Y que debe ser bienvenida.