TNto seré yo precisamente quien defienda las corridas de toros, nunca me verán en una, a no ser que me lleven atado. La denominada fiesta nacional es para mí un espectáculo en el que no percibo ese inefable arte que los taurófilos dicen saber sacar; yo sólo veo a un animal sufrir. Tampoco seré yo quien encabece una campaña que exija su prohibición, porque entiendo que este espectáculo atrae a un número bastante considerable de personas que también esgrimen sus razones para que las corridas tengan razón de existir. Es por ello que, de momento, adopto una postura no colaboracionista: expongo mi animadversión hacia el evento, intento hacer entender a los aficionados que me rodean que ese espectáculo es una brutalidad, y no saco billete ni de sol ni sombra.

Sírvame esta entrada tauromáquica para hablar de un adolescente torero, concretamente de Jairo Miguel , chaval que, como cualquier otro de su edad --catorce años-- tiene acrecentadas sus ilusiones y sus vanidades. Saca pecho el muchacho cual adulto sobrado para declarar su valentía y sus ganas de éxito --a pesar de las dos graves cogidas que ha sufrido--, pero en el fondo es un niño, y su actitud temeraria se entiende. ¿Quién no ha tenido la cabeza llena de pájaros a los catorce años?

Por otro lado está su padre, quien consiente que su hijo se juegue la vida en los ruedos, en vez de intentar quitarle los nubarrones de la cabeza, y no facilitarle y gestionarle las corridas hasta que termine su etapa escolar, con asistencia diaria a clase incluida.

Y por último están a los aficionados en general --que no son niños, los niños por sí solos tienen prohibida la entrada a las corridas de toros--, quienes al no manifestarse en contra, aprueban y se hacen partícipes de esta actividad ilícita. Defienden la nobleza del toro, la dignidad del torero y la integridad de la fiesta, y sin embargo consienten estas trampas. Los aficionados deberían darse cuenta de que el caso de este niño está denigrando esa honestidad del toreo que ellos defienden.