Mantengo cierta relación de amor-odio con Javier Marías. No es un sentimiento hacia su persona, a quien respeto, sino hacia su obra. Es, por así decirlo, una cuestión de género. De género literario... Considero que sus novelas, por lo general caóticas y aburridas, están sobrevaloradas. Pero hay otro Marías, el articulista, que goza de mi admiración.

A este Marías lo tachan de provocador per se, y ahí discrepo: estoy convencido de que su provocación --si convenimos en llamarla así-- responde a un compromiso intelectual consigo mismo y no a la pulsión de meter el dedo en el ojo al prójimo por mero placer. No soy afín a sus artículos porque esté siempre de acuerdo con ellos, sino porque cuando discrepo me siento obligado a repasar mis argumentos.

Lo que admiro de él es su libertad de pensamiento, que es la base para cualquier tipo de libertad. Marías no va a rebufo de las modas, y eso lo hace antipático a algunas personas que se mueven por el mundo anclados a verdades incuestionables.

Marías no siempre hila fino. En mi opinión, compaginó verdades con errores de concepto cuando tachó de intrascendente al microrrelato -género que él desconoce-, y lo mismo ocurre con un artículo reciente en el que carga las tintas contra Gloria Fuertes. El académico no considera a Fuertes una gran poeta a quien debamos tomar en serio. Entiendo la crítica y podría aceptar que Gloria Fuertes no esté, como asegura, a la altura literaria de las hermanas Brontë o Emily Dickinson. ¿Pero qué nos importa, si eso fuera cierto, a quienes somos adeptos a Gloria Fuertes? Si algo consiguió la poeta madrileña es sortear etiquetas y distinciones para divulgar, mejor que nadie, la poesía entre los pequeños y entre quienes, sin serlo, nunca se habrían acercado al género.

Gloria Fuertes, llana y cercana, nos reconcilia con el ser humano. En ella había una grandeza que sobrepasa lo estrictamente literario.