Mes y medio después de que Trump trasladara la embajada de Estados Unidos, desde Tel Aviv a Jerusalén, sigue encendida la indignación de los palestinos, algunos de los cuales llaman a una Intifada. Ciertamente fue solo un gesto (imitado servilmente por el presidente derechista de Guatemala), pues no había dudas de qué lado del conflicto está ese presidente, pero humillar al vencido no es un gesto propio ni de cristianos ni de judíos pues, como dijera Máximo José Kahn, «la victoria sobre un vencido ensucia» y la compasión por los derrotados forma parte de la ética judía. Claro que Kahn escribió esto antes de la existencia del Estado de Israel, y aún antes de su deriva derechista en la que, como dice la socióloga Eva Illouz, judía y francesa, se adelantó en una década al resto de países en la «gran regresión» reaccionaria y nacionalista que nos asola.

En su ensayo El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador, Enzo Traverso recuerda la tradición de pensamiento crítico que llegó de los descendientes de la sinagoga (de Marx a Freud, de Trotski a Benjamin, Kafka, Arendt o Derrida), y que terminó con el genocidio nazi y la posterior conquista sionista de Palestina. En los pocos que continúan esta tradición se hallan, la vinculación con el Estado de Israel brilla por su ausencia.

En su libro Los palestinos olvidados. Historia de los palestinos de Israel (publicado en la colección «Reverso», que dirige el cacereño Juan Andrade en la editorial Akal), el historiador israelí pero pro-palestino Ilan Pappé describe la situación de apartheid en la que viven los palestinos en un país que paradójicamente fundaron judíos laicos sobre cimientos confesionales. Hace casi dos mil años fueron los judíos los que llamaron a una especie de Intifada contra los romanos, civilización más que tolerante pero que no respetaba su intransigente monoteísmo. El resultado: la destrucción de Jerusalén, arrasada hasta sus cimientos, incluyendo el Templo, la masacre de cientos de miles de judíos a lo largo del Imperio Romano y una diáspora de dos milenios. La provincia romana de Judea pasó a llamarse Palestina, nombre tomado de los filisteos (philistines), enemigos seculares de los hebreos y que siglos después se convertirían al Islam.

Jean Cassou, escritor cuya obra de ficción se vio eclipsada por su extensa labor como crítico literario, escribió en 1939 una novela titulada Le centre du monde. Jerusalén es, en cierto modo, el centro del mundo, el rompeolas de las diferencias étnicas e históricas que han sustituido la lucha entre dos modelos sociales y económicos. ¿Puesto avanzado de Occidente en Oriente como dicen los nuevos cruzados? ¿Cuerpo extraño enquistado por la fuerza en el mundo árabe? Nadie que no sea un fanático puede tomar partido unilateral. La simpatía por los judíos, por su inmenso aporte a nuestra cultura, sufre una dura prueba al verlos como opresores inmisericordes de los palestinos, pero el rechazo hacia Israel es difícil extenderlo a sus habitantes, un pueblo de raíces europeas, cuyo modo de vida es muy similar al nuestro.

Ningún mensaje de concordia sería tan efectivo como la convivencia entre judíos y palestinos, ya sea con la solución de dos Estados, la más factible, o la ideal de un Estado binacional, como quería Hannah Arendt. Por el momento, el gesto humillante de Trump solo arroja leña al fuego.

*Escritor.