La lectura por el juez Javier Gómez Bermúdez de un resumen de la sentencia del llamado juicio del 11-M es el colofón a un impecable trabajo de la justicia después del más sangriento atentado terrorista que haya sufrido España en toda su historia. No se ha subrayado suficientemente el éxito que representa haber esclarecido cómo fue perpetrada la masacre ocurrida en Madrid el 11 de marzo del 2004, haber detenido a algunos de los autores --los otros se suicidaron en Leganés-- y haberlos juzgado con plenas garantías, todo ello en el plazo de tres años y medio. La primera reflexión debe ser, por tanto, el reconocimiento a que el Estado de derecho ha funcionado con absoluta normalidad. Los infames ataques de algunos medios al juez instructor, a la fiscal responsable del caso y a los investigadores policiales no han impedido un trabajo sereno, callado y eficaz que debe reconfortarnos a todos. Quienes lo hicieron lo van a pagar.

Las víctimas

Los familiares de los 191 fallecidos aquel día y los más de 1.800 heridos merecían una sentencia como esta: clara, contundente y no dilatada en el tiempo. Todos pueden hoy descansar más tranquilos y tener el relativo alivio de que al menos se ha hecho justicia. No obstante, la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo, que preside Pilar Manjón, recurrirá contra la sentencia porque encuentra "cortas" algunas condenas. Se trata de una reacción comprensible y respetable, pero que cabe relativizar en el marco de las severas penas impuestas.

La sentencia determina que los autores de los atentados de Madrid fueron los integrantes de una célula islamista que compró los explosivos al minero asturiano José Emilio Suárez Trashorras y que nada tenía que ver con otros grupos terroristas. Este era el punto más esperado de la decisión de los jueces, pues desde que estallaron los trenes se ha venido construyendo una delirante teoría conspirativa según la cual ETA había colaborado con los yihadistas en un ataque que tenía por objetivo final desalojar del poder al PP. Pues bien, quienes desde ese partido han sustentado esas teorías y quienes desde los medios afines han sostenido las más aberrantes tesis para salvar la cara del Gobierno de entonces y empapar de ilegitimidad el triunfo del PSOE tres días después de cometida la masacre deben ahora pedir disculpas ante las víctimas y ante el conjunto de la ciudadanía. El suyo ha sido un zafio intento de falsificación de la verdad.

Ridículo histórico

Detrás de esa espantosa operación, que deja a sus portavoces en ridículo ante la historia, hay nombres propios muy relevantes. El primero es el de José María Aznar, que tuvo la desfachatez de insinuar en el Congreso de los Diputados, con un lamentable juego de palabras sobre desiertos y montañas, que los autores del atentado venían del País Vasco. El segundo es Angel Acebes, secretario general del PP. Su actuación en aquellas difíciles horas está en la memoria de una ciudadanía a la que hoy debe una explicación y tal vez una retirada de la escena pública. Y el tercero es Mariano Rajoy, que se dejó arrastrar por turbias presiones mediáticas para no desactivar la teoría conspirativa. Incluso ayer recurrió a la argucia --seguramente tramada por algunos de sus periodistas de cabecera-- de que en la sentencia no se han señalado los autores intelectuales del atentado. ¿Devalúa el fallo que el tribunal no haya encontrado pruebas para condenar a el Egipcio como instigador? ¿Se pregunta quién es el autor intelectual de un atentado de ETA? Lo que trató de hacer ayer Rajoy es un estéril intento de salvar la cara ante la catástrofe que supone para su partido el naufragio de la teoría diseñada y ventilada por algunos de sus miembros destacados, Jaime Ignacio del Burgo y Agustín Díaz de Mera, entre otros.

Es muy probable que quienes han tratado de manipular estos años a la opinión pública sobre el atentado del 11-M sigan sembrando dudas. Visto, como demuestra con absoluta contundencia la sentencia dictada ayer, que su teoría era solo una burda campaña de imagen para defender al PP, la posible insistencia en el error solo merece el desprecio intelectual.