XExse sentido justificativo último de cualquier democracia que no es más que el hecho de convivir con ideas, comportamientos y costumbres que uno desaprueba ha sido una adquisición bastante reciente en nuestra historia. Desgraciadamente no ha sido siempre así, en efecto. Nuestro pasado, una sucesión de convulsiones, de intransigencias, de marasmo social, de regímenes autárquicos o dictatoriales, hasta de devastadoras guerras civiles, no es, precisamente, una buena credencial. Ese título o distinción de demócrata, por cierto bastante depreciado por abusos y manipulaciones, no se compadece con nuestro pasado. Particularmente convulso fue el tiempo en que Isabel accedió a la corona de Castilla. Pocas veces podrá decirse con más rigor que un gobierno como el suyo, tildado de justiciero injustamente, respondió, sin más, a las necesidades y deseos de los súbditos. Por eso nunca deberíamos enjuiciar la conducta humana haciendo abstracción del contexto social en que se produce.

"...cuántos excesos se cometían en sus reinos y cuánto menosprecio había de la justicia... cuánta licencia tenían los malhechores, como si no hubiera justicia entre los hombres...", se quejaban los cronistas de la época. Isabel percibió ese clamor, las ansias populares de justicia, en Castilla, Extremadura, Andalucía. La corrupción judicial y la iniquidad de los poderosos tenían sumida a la población en un marasmo social. "Justicia para todos", podría haber sido bien merecidamente el lema del reinado de los Reyes Católicos.

"...los prove§illos se ponían en justicia e la alcan§aban...". Y ese podría haber sido, de igual modo, el juicio sobre el resultado de su gestión. A ella le cupo la ingrata tarea de afirmar el poder real frente al feudal, de asentar la autoridad del Estado en todos los ámbitos. Fundó hospitales, el primer centro asilar para el internamiento de enfermos psiquiátricos, esbozó los fundamentos de los derechos humanos. En Cáceres, en Trujillo, en Mérida, nobles bizarros y ariscos fueron sometidos a la ley. Las torres desmochadas de Cáceres significaron, desde luego, ese sometimiento a la autoridad real. Pero representaron algo más, en realidad. Aquella transformación fue la transición de los baluartes defensivos señoriales a los palacios renacentistas, es decir, el salto a una nobleza culta y humanista en los umbrales de la Edad Moderna, que la propia reina alentó. Juan de Zúñiga y Pimentel, muerto el mismo año que Isabel, renunciando al maestrazgo de Alcántara, bien podría representar el prototipo del nuevo noble del Renacimiento.

Sin embargo, fruto de leyendas, prejuicios y sesgos hagiográficos, su figura no ha sido nunca bien enjuiciada. Quizás se vaya a desaprovechar la conmemoración del V centenario de su fallecimiento como una oportunidad para haber hecho algo más de justicia con ella. No corren buenos tiempos para esas atenciones, pues vemos como hasta sus esfuerzos integradores están al borde de ser desbaratados. Amó a Extremadura y, particularmente, a Guadalupe, "mi paraíso", como solía decir. Allí dispuso de un palacete adosado al monasterio tristemente desaparecido. Y allí debió custodiarse, según su última voluntad, su testamento. Curiosamente, siglos después de su fallecimiento, una empresa extremeña, E-Cultura, vuelve a implicar a la Reina Católica con nuestra región. Esta agencia ha sido la encargada de montar en el Palacio Real Testamentario de Medina del Campo una magnífica recreación virtual de su vida y testamento.

La conquista de Granada, el descubrimiento de América, los grandes acontecimientos históricos de su tiempo, no pueden desvincularse del Monasterio de Guadalupe y de nuestra tierra. De allí partiría su contino, el villanovense Juan de Peñalosa con sendas sobrecartas de la reina urgiendo a los vecinos de Palos y Moguer para que facilitaran las carabelas a Colón. Todos los extremeños creo que tenemos una deuda de gratitud con la figura histórica más representativa del mundo hispánico. No estaría de más, a mi modesto juicio, que, al menos nosotros, fuéramos algo más indulgentes con su figura.

*Médico