Nadie discutirá que la tenacidad del juez Garzón para afianzar la jurisdicción universal contra los crímenes de las dictaduras de Argentina y Chile ha espoleado en estos países el proceso para abolir la vigencia de las normas que confirieron impunidad de los verdugos. Este viento revisionista, avivado por el recuerdo de la brutalidad militar y la indignación de los afligidos, recorre regímenes que en aras de la reconciliación nacional se mostraron temerosos de procesar a los militares culpables de los delitos más execrables. El presidente chileno, Ricardo Lagos, busca una solución definitiva para el clamor de las víctimas. Y el argentino, Néstor Kirchner, impulsa la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida tras ratificar el tratado de la ONU que declara imprescriptibles los crímenes de guerra y lesa humanidad.

Estos progresos deberían acabar con los responsables de delitos universales rindiendo cuentas ante los tribunales de su propio país. Sería lo justo. Pero habrá que sortear los escollos que planteen los abogados del olvido, acantonados incluso en la judicatura chilena y, sobre todo, la argentina, que aplica los indultos de Menem de 1989 y 1990, controla la vigencia de las leyes y decide sobre su efectividad.