En la época medieval, los soberanos delegaban el poder político y jurídico en un feudatario, a través del cual imponían la pena que convenía en cada caso. Esta potestad absoluta se denominaba mero imperio o justicia de sangre, haciendo alusión a la transferencia hereditaria del poder.

El creciente medievalismo que observamos en la vida pública española —la semana pasada, una discoteca barcelonesa pagaba cien euros a las jóvenes que entraran sin bragas— nos retrotrae a la época de los feudos, de la justicia de sangre y hasta del derecho de pernada. Y donde más evidente resulta esta involución es en el ámbito de la administración de justicia, un pilar de la democracia.

La semana pasada se habló ampliamente sobre la sentencia del caso Nóos, que incluye —¡después de siete años de proceso!— la absolución de la Infanta Cristina y la condena de Iñaki Urdangarin que, sin embargo, sigue en libertad sin fianza y con la posibilidad de viajar al extranjero sin más obligación que informar de sus movimientos y «fichar» una vez al mes en el juzgado.

Pero es que, también la semana pasada, Manuel López Bernal, fiscal que investigaba al presidente de Murcia, Pedro Antonio Sánchez (PP), fue destituido y denunció presiones políticas. Fue la misma semana en que supimos que la sala que enjuiciará el caso ERE podría estar presidida por Pedro Izquierdo Martín, Secretario General de Justicia de la Junta de Andalucía entre 2008 y 2014, bajo los mandatos de Manuel Chaves y José Antonio Griñán, ambos procesados en dicho caso.

Todo esto se enmarca en una evolución de la administración de justicia en la que, por ejemplo, a pesar de que ETA no asesina desde el 16 de marzo de 2010, justamente desde 2011 se han multiplicado las sentencias por enaltecimiento del terrorismo, pasando de 5 (2011) a 10 (2012), 15 (2013), hasta las 25 de 2015. Gran parte de esas sentencias ponen en franco cuestionamiento la libertad de expresión, según numerosos expertos, incluido Baltasar Garzón.

Fue Garzón, precisamente, quien cayó víctima del propio Poder Judicial el 22 de febrero de 2012, condenado por prevaricación por el Tribunal Supremo durante la instrucción del caso Gürtel (PP) y, casualmente, tres años después de que dictara una resolución judicial en la que se declaraba competente para investigar los crímenes del franquismo; la resolución fue un 18 de octubre y el 28 de noviembre —en este caso sí hubo celeridad— el pleno de la sala de lo penal de la Audiencia Nacional le declaró incompetente para la investigación.

Posteriormente, tanto Argentina (2016) como México (2017) han comenzado procesos judiciales en relación con el franquismo; Amnistía Internacional ha denunciado que, a pesar de que España es el segundo país del mundo con más desaparecidos forzados (solo después de Camboya), los tres poderes del Estado se coaligan —¿separación de poderes?— para evitar cualquier investigación al respecto, en contra de las recomendaciones de la ONU en materia de verdad, justicia y reparación.

España es un país en el que se condena a un año de prisión por enaltecimiento del terrorismo al cantante de Def Con Dos, César Strawberry (enero de 2017), a raíz de varios tuits de 2013 y 2014, mientras no le pasa nada al tuitero Tomás Santos Martín por decir de la entonces dirigente de IU Tania Sánchez (abril 2012) que es una «zorra roja rabiosa que merece ser aplastada». Un país en el que una joven de 21 años se enfrenta a una petición de dos años y seis meses de cárcel por tuitear parodias del asesinato de Carrero Blanco en 1973, mientras el torero Gabriel Picazo (hijo de la 39ª miembro de la lista del PP por la Comunidad de Madrid) no es castigado por mostrar su deseo de «convertir en abono para las cunetas» a los «rojos radicales» (28 de abril de 2015), o mientras el periodista Federico Jiménez Losantos comenta en EsRadio, también impunemente, que le entran ganas de disparar a los dirigentes de Podemos (21 de enero de 2016).

¿No son bastantes evidencias de que la justicia española se sigue comportando al servicio de intereses superiores, como la vieja justicia de sangre? ¿No está suficientemente claro que está ideologizada, y hacia la derecha? ¿No parece obvio que los privilegiados están protegidos y la ciudadanía inerme? Si la verdadera justicia es la que ofrece sensación de justicia, si la justicia es la última trinchera de la democracia antes del conflicto civil, si parece que nos tuviéramos que conformar con la justicia poética, si ni las urnas ni los tribunales zanjan la distancia entre las élites y el pueblo, ¿en qué punto estamos?

*Licenciado en Ciencias de la Información.