Una clásica frase popular es esa de «me gustaban mucho los ‘kebabs’... hasta que me enteré de cómo los hacían». Sí, por lo visto (yo no me he atrevido a comprobarlo) hay vídeos de Youtube en

los que esos rotundos bocatas de carne aderezada de deliciosa salsa --perfecto antídoto contra la resaca--pasan un proceso anterior un poco cuestionable, al menos a nuestros ojos occidentales.

Es mejor no investigar mucho lo que hay detrás de las cosas, ya digo. En algo más serio, nos pensaríamos mucho si llevar nuestras ropitas si supiésemos realmente en qué condiciones se fabrican,

a menudo en sórdidas fábricas del sudeste asiático por parte de niños que, por su edad, deberían estar más pendiente de lo que ponen en Disney Channel que de trabajar de sol a sol.

Y es que no nos gusta la verdad, se nos hace incómoda, terrible o directamente indigerible. Es mejor

ir tejiendo nuestras pequeñas mentiras del día a día para ir haciendo este mundo más respirable.

No soportaríamos que cayesen todos esos muros que los que vinieron antes nos construyeron y nosotros nos encargamos de reforzar a conciencia.

Solo hay una excepción. Hay una verdad que sí nos gusta: nuestra verdad. Ya saben: nuestras

pequeñas opiniones basadas en una supuesta superioridad moral o cultural que muchas veces

no es tal. Y, lo que es peor, nuestra forma de interpretar la realidad, de revisar lo que pasó

hace un minuto o diez años.

Es muy difícil encontrar un espíritu libre, que mire a la realidad a la cara, que no se mienta

constantemente. Al final siempre acabo llamando a mi ‘kebab’ de confianza, que se presenta a los

diez minutos en mi casa para aliviarme los domingos. Cuando devoro sus productos me siento pleno.

O casi. Todo da igual cuando tienes el estómago lleno y el cerebro orientado hacia la verdad que te es más cómoda. El mío doble de ternera, por favor.