En la breve historia democrática de España, las semanas pasadas quedarán como de las más sorprendentes, con el nombramiento como presidente de Pedro Sánchez, año y medio después de que fuera defenestrado vergonzosamente por sus compañeros de partido, y tras regresar victorioso triunfando en unas primarias con todo el aparato en contra. La moción de censura sirvió para iniciar lo que hubiera podido darse ya en marzo de 2016, si Podemos no hubiera votado junto al PP contra la candidatura del PSOE apoyado por Ciudadanos. Con todo, estos dos años no han sido del todo una pérdida. Han servido para que se evidencie que los de Rivera ya no son un partido liberal equiparable al LibDem británico o al FDP alemán. Sobre todo desde su victoria en Cataluña (que para qué les sirve, si no han impulsado ninguna iniciativa para que hubiera un gobierno no independentista), Ciudadanos juega la baza del nacionalismo centralista que solo sirve para que más vascos o catalanes prefieran irse de España si llega al poder un partido semejante. De lo más vergonzoso que se ha oído en el parlamento ha sido a Rivera animando a los independentistas a que se aprovechen ahora para «violar derechos y libertades» porque luego vendrá él y se las hará pagar todas juntas.

Si realmente Ciudadanos consigue heredar al PP (yo tengo mis dudas), se confirmará que en España, los partidos de derecha no son sino instrumentos intercambiables para mantener las jerarquías económicas, incomparables a la tradición de 140 años que puede acreditar el PSOE. El legado de Rajoy, negado por él, será el del abuso que de ese papel ha jugado el PP, saqueando las instituciones por activa y por pasiva (por activa, robando de manera directa o indirecta; por pasiva, desmantelando lo público), dejando una sociedad más desigual, con una recuperación mínima que ha beneficiado a algunas grandes empresas pero del que no ve nada una población empobrecida y, en el caso de la mayoría de los jóvenes, abocada a la precariedad y al desclasamiento.

Negado para cualquier visión de futuro, basándose en el ladrillo y el turismo mientras recortaba en innovación e investigación, Rajoy confiaba en el miedo al cambio de una población mayoritariamente envejecida y en la habitual división de la izquierda, sin olvidar la carta del enfrentamiento fratricida con los catalanes demonizados. Si el problema de Cataluña es ahora de los más graves, es obvio que ni el PP ni Ciudadanos, que consideran a la mitad de los catalanes como enemigos susceptibles de cárcel, podía hacer otra cosa que enconarlo. La derecha mediática bombardeará a Sánchez como el presidente que llegó con el apoyo de los independentistas, como a Zapatero lo asociaban con ETA. Pero éste terminó con el terrorismo vasco, sin ceder un ápice. Quién sabe si Sánchez arreglará la situación en Cataluña, pero al menos no arrojará gasolina al fuego, como hacen PP y Ciudadanos, los mayores fabricantes de independentistas.

Rajoy, que tanto presume de ser español (si hubiera nacido un poco más al sur presumiría de ser portugués), no entiende a los españoles. Lo demuestra su perplejidad por las dos elecciones que perdió ante Zapatero, rival al que despreciaba, pero que supo ilusionar a la mayoría de sus compatriotas. Tampoco entiende que la mayoría de los españoles no se resignara a una política del miedo a la libertad y al cambio.