Tuve una novia sosipava que el mejor recuerdo que me dejó fue el de una Biblia que su madre guardaba en el revistero de la televisión. A la madre le extrañaba que yo aprovechase las esperas para zambullirme en la lectura de ese libro sin estampas. No entiendo, hijo mío, me decía la señora, cómo siendo tan apasionado de la Biblia has salido tan poco creyente. Pues por eso, señora, por eso, le decía yo. Y es que siempre he creído que la gente lee poco la Biblia y que era esa la causa principal de tanto fanático y tanto iluso. Pero resulta que no, que me equivocaba.

La Biblia, a decir de un estudio reciente, es el libro que más se lee en el mundo mundial. Y a la vista de cómo está el patio, no sé si la noticia es de las de reír o de las de llorar. Porque leer la Biblia y persistir en la idea de que es un libro dictado por una fuerza divina es como leer el Señor de los Anillos y creer que Tolkien es Dios y Frodo su profeta. Se hace difícil creer en un santo cuando lees que su mayor milagro consistió en hacer que un oso devorara a unos niños que se burlaban de su calva. Pero, oye, cada cual es muy quien de creer según el tamaño de sus tragaderas. A mí la Biblia solo me parece un maravilloso libro de ficción en el que cada año recalo con deleite. En estos días estoy con la Biblia del Oso, la que versionó Casiodoro de Reina.

Por contagiarles mi entusiasmo a mis hijos les digo que es como Juego de Tronos. Miles de páginas henchidas de magia, personajes de fantasía, reyes, caballeros, religiosos, mercaderes, guerras, muerte, sangre a mansalva. Y en medio de todo ello las pobres gentes del mundo, ayer como siempre, implorando un paraíso que les pertenece pero que reyes, caballeros, religiosos, comerciantes sin dios relegaron a las páginas de un libro.