No es que se pretenda comparar una realidad divina, como es el propio Dios Creador presente en muchas de las religiones de los hombres, con otra realidad que no existía, la nada, cuya propia existencia era un puro juego metafísico de la misma divinidad, pero lo cierto es que hay quien sostiene que ésta era casi tan inmensa como El y que la una acompañaba al otro desde toda la eternidad.

Y así fue como el Creador, el Demiurgo, el Sumo Hacedor, aburrido de la solead divina y harto de atisbar al inmensidad de la nada vacía de contenido que le rodeaba, decidió la creación, el relleno del hueco sin fin, la ocupación de su imaginación con una especie de amueblamiento cósmico y constructor. Quiso rellenar la nada con una escayola de sí mismo.

Dos fases certeramente diferentes se distinguen en este acto creador y es la primera, al decir de los sabios venerables, la del nacimiento de los elementos primigenios de la realidad, los que constituyen el soporte del universo y conforman los soles, los planetas y sus lunas, las galaxias de millones de estrellas y los inmensos vacíos entre ellas. Fuerzas inimaginables condensaron un pensamiento divino hasta hacerlo explotar y al nacer la materia inicial ya portaba en su interior la fuerza de la cohesión y la de la expansión. Así fue como se alumbró el primer universo.

EN UN alarde de previsión divina, en un rincón del espacio fue situado un cometa para que un día, si decidía encarnarse como hombre, se le anunciase convenientemente a los seres inteligentes que en su mente, siempre en presente, ya existían para el futuro de las cosas.

Ya en la segunda fase, vino a ser el maravilloso milagro: en muchísimos planetas se separaron los elementos para dar paso a la vida, tras una alquimia imposible de explicar salvo por el propio autor. Y en uno de ellos el Creador se entretuvo en modelar las múltiples facetas de los seres que se mueven, o que están quietos o que se reproducen, o que se alimentan de otros eres y millones de otras modalidades y combinaciones tanto de la vida como de sus relaciones con lo inanimado.

Muy especialmente se esforzó en crear una criatura de una inteligencia aceptable, para comunicarse con ella, y recibir la satisfacción de no sentirse tan inmensamente único. En el intento ensayó con el maíz, la arcilla y con muchas otras como materias constitutivas de su afán escultórico, pero finalmente se decidió por la roja carne de unos bípedos a quienes les regaló una línea evolutiva especial. Creó luego unas cualidades que hicieran más divertido a aquellos seres y así fue como les proporcionó el don del aprendizaje, la virtud de los sentimientos, la posibilidad de ejercer el bien y, con idéntica capacidad, la de consumar el mal. Y de estas cuatro habilidades principales, entremezclándose, dimanaron otras muchas maravillosas, pero algunas, también horribles. El hombre fue constructor de herramientas, y amoroso con los suyos; fue creativo e ideó la música y las artes, fue hábil y sobrevivió a glaciaciones y a la propia evolución de sus diferentes especies; pero el hombre se equivocó muchas veces e inventó la guerra, y la contaminación y el odio y la zafiedad, y el miedo, y la violencia, y el derramamiento de la sangre, y las desigualdades. Y pasaron los siglos y los milenios, y la criatura era cada vez más perfecta tanto para el bien como para el mal, sólo que cada vez era más eficaz en practicar el odio y el recelo entre sus semejantes, en construir ingenios mecánicos destructivos, en practicar la guerra, en suscitar desigualdades y emponzoñar su planeta. Tan perfecto era aquel ser que sabía medir el tiempo con exactitud matemática, llegando a concebir la Historia para encontrarse a sí mismo en su pasado y fue capaz de predecir los males que se avecinaban en el porvenir incierto.

Por esa razón el Creador, al principio de los tiempos, previendo el futuro y echando de menos algo más de ternura entre aquellos seres nuevos, creó también el árbol de la mimosa y lo dotó de flores y de su peculiar fragancia. Desde entonces todos los años este árbol, agradecido, regala su terciopelo de miel sin reclamar nada a cambio y sirve para que el Creador se tome un respiro fugaz en sus enormes responsabilidades cuando lo contempla florecido, no más el invierno se cansa de su oscuridad prolongada.

Pero nadie, ni los poetas más cursis se fijan ya en él.

*Catedrático de instituto