La ley de reforma de la enseñanza que lleva el nombre del ministro Wert fue aprobada el jueves por el Congreso con más pena que gloria. La ley orgánica para la mejora de la calidad educativa choca con la legislación catalana en la materia, propicia la recentralización de la política de contenidos, la recuperación de peso de la asignatura de Religión, la separación de los alumnos menos capacitados, el favorecimiento de la escuela privada o la subvención a centros que segregan a los alumnos por sexos.

Un compendio de medidas muy ideologizadas que han obtenido el rechazo del sector educativo y grupos políticos. La nula disposición del Gobierno a negociar ha dado como resultado que la ley haya sido aprobada solo con los votos del PP, un auténtico dislate que refleja la altanería de Wert, cuando justamente la educación es el área en la que más necesarios son los consensos o las amplias mayorías políticas, para que los planes que se aplican no sufran cambios al compás de los que hay en la gobernación del país. Roza el esperpento que Wert acuse a sus críticos de tener prejuicios, porque es el ministro quien ha defendido contra viento y marea una ley que Catalunya, el País Vasco, Andalucía y Canarias no piensan aplicar y que el PSOE dice que derogará el día que haya mayoría para ello. El PP puede exhibir como una victoria la aprobación de la ley, pero la LOMCE nace con plomo en el ala porque Wert ha vencido pero no convencido.