La tercera reforma de la ley de extranjería de esta legislatura entró ayer en vigor. Se trata de una modificación obligada por los varapalos judiciales, pero también porque, durante la vigencia de la ley que debía liquidar el llamado efecto llamada, la población de inmigrantes sin papeles ha superado el millón de personas. Cualquier normativa de extranjería debe tener dos objetivos: hacer que los inmigrantes que puedan ser acogidos lleguen legalmente a nuestro país y facilitar la integración de los que ya viven aquí. La última reforma del PP introduce algunas medidas razonables para regular el tránsito de inmigrantes en las fronteras, como el visado de tres meses para buscar trabajo en España o el control sobre los turistas que llegan a España en avión, una vía de entrada que supera con mucho a las pateras pero contrasta con los esfuerzos de otros países europeos por crear una sociedad cohesionada e integradora. Se descarta de nuevo cualquier proceso de regularización y se condena a los sin papeles a una mayor marginalidad, al poner en manos de la policía los datos del padrón, algo que dificultará su acceso a la escuela y la sanidad. Mantener a cientos de miles de personas bajo la amenaza de una expulsión que nunca llega, sin derechos básicos y cada más indefensos ante la explotación es inhumano.