Hace tiempo comentaba con un amigo cómo la vieja escuela de políticos, con un verbo ágil, podían tirarse horas hablando. Incluso sin papeles. Amaban la palabra, decían algunos. Dentro de esa oratoria, posiblemente, habría muchas cosas prescindibles, pero no cabe la menor duda que una buena parte del tiempo disfrutábamos con lo que nos decían. O si ha pasado el tiempo, gozamos de la lectura de sus discursos.

Como contrapunto están aquellos que se limitan a leer (a veces mal) unos folios (en muchas ocasiones ni siquiera escritos por ellos), sin convencimiento. Sin creer (a lo mejor sin saber) lo que dicen. Se nota y mucho.

Una tercera vía es la intervención de los políticos a los que podríamos denominar lacónicos. Son breves, concisos, pero a la vez claros y contundentes. Expresan el mensaje que quieren transmitir a la perfección. Puedes seguir el hilo de su relato sin despistarte, aburrirte o simplemente sin prescindir de prestarles atención.

Me gustan estos referentes, pues qué mejor respuesta ante la bajada de la tribuna que la que te pueden dar aquellos que señalan, con conocimiento de causa, que les has convencido, que les ha parecido bien (o mal) tu discurso, pero sobre todo que han sido capaces de seguir la estructura, el significado y el contenido de cada una de las cosas que pretendías explicar.

Apliquémonos, pues y tratemos de ser útiles a los que nos escuchan. Nuestro trabajo tiene un importante porcentaje en saber definir con precisión los objetivos. Y no nos confundamos, no se trata solamente de formación, sino fundamentalmente de convicción y pasión.

Perdamos complejos, dejémonos asesorar, ampliemos el foco del individualismo y compartamos, tanto aciertos, como errores, con nuestros compañeros.

*Historiador y diputado del PSOE.