Escritor

Hace unos pocos meses, con motivo de la celebración del veinticinco aniversario de las primeras elecciones democráticas, Gregorio Peces Barba hizo alusión en el solemne acto institucional a la necesidad de inculcar desde la infancia valores constitucionales como el laicismo. Véase, a este propósito, el ejemplo de la escuela, donde el conocimiento de la Constitución (soporte de la convivencia de todos los ciudadanos) es mucho menor que el de cualquier asunto relativo a la doctrina de la Iglesia que cuenta para ello con su propia asignatura y no con el vago concepto de la transversalidad utilizado para la educación en valores.

No obstante, traigo a colación la cita del rector de la Universidad Carlos III porque uno lleva tiempo observando en nuestra sociedad un paradójico crecimiento de lo religioso en detrimento de lo civil, no tanto en lo que al aumento del número de fieles se refiere (los extremeños, por cierto, estamos a la cabeza en el porcentaje de católicos por CCAA, según la última encuesta del CIS) sino en lo relativo a sus manifestaciones públicas más superficiales.

El espíritu a que aludo impregna cada vez más las actuaciones de nuestros políticos (sobre todo desde la llegada del PP al poder) y se concreta en la proliferación de procesiones y actos piadosos a los que éstos asisten o presiden olvidando que son representantes de un estado oficialmente laico. No estoy hablando del debido respeto a las creencias de la gente (que tendrían que ejercerse, según creo, en el ámbito de la discreción y la privacidad), ni de la asepsia de lo político respecto de lo religioso (que impregna históricamente nuestra moral pública), hablo de la mezcla incomprensible de práctica política y religiosa en un estado teóricamente aconfesional. Algunos echarán mano de la tradición, confundiéndola, me temo, con la costumbre, sin darse cuenta de que con esas actitudes a lo que se vuelve es a indeseables usos del pasado, rancias imágenes del nacionalcatolicismo con autoridades desfilando bajo palio. Compárese el despliegue realizado por los ayuntamientos en las festividades religiosas (procesiones de Semana Santa, día de la patrona, etcétera) con el que llevan a cabo, si lo llevan, en las celebraciones democráticas de carácter laico (aniversario de la Constitución, Día de Extremadura, etcétera).

Así, no es extraño que se den situaciones pintorescas como la de Plasencia, con esa disyuntiva entre pinacoteca contemporánea o museo religioso para la iglesia de Santo Domingo, o como la surrealista de Cáceres, sobre si deben aparecer la virgen y el patrono en la medalla de oro de la ciudad. La coexistencia de distintas religiones, a pesar de que la mayoritaria siga siendo la católica, y la llegada masiva de inmigrantes, con culturas y creencias diferentes a las nuestras, supondrá en el futuro, ya está suponiendo, un cuestionamiento de estas rutinas que en la forma no reflejan sino actitudes anacrónicas tan excluyentes como intolerantes impropias de una sociedad moderna y democrática.

El mal ejemplo es general y afecta a políticos de todas las tendencias, si bien me parece más grave en aquellos cuyas ideas se contradicen con esas prácticas. Más allá incluso de la presunta muerte de las ideologías. Alguien se ha referido estos días, no sin sorna, a los "beatos socialistas". La de los votos no debería ser excusa bastante. Como tampoco, a estas alturas de la historia, cuanto de atávico soportan estos comportamientos. El laicismo, ese tabú, sigue siendo, sin duda, una de las asignaturas pendientes de nuestra juvenil democracia.