TSte habla de grave ruido de sotanas ante la política del Gobierno. El laicismo no debiera ser problema en una estado constitucionalmente laico: su funcionamiento establece un orden cívico y unas relaciones sociales al margen de la religión. Tan rotunda teoría no es fácil en la práctica: la presencia de la iglesia es honda. Las subvenciones, la clase de religión, los centros concertados y la socialización de los ciudadanos a través de bautizos, bodas y entierros, pesan.

Algunos pretenden negar toda legitimidad teórica y práctica al laicismo, por mucho que éste sea el statu quo y haya servido para impulsar el progreso de la iglesia más que sus propios creyentes. Nadie niega que la fe sea un derecho ciudadano, pero el mismo no debe llevar aparejado el derecho al presupuesto del Estado.

No son estos tiempos propicios para trabucaires ni asonadas religiosas, sino para la moderación y la tolerancia: la percepción de que el cambio social no debe rezagarse por insistentes demandas del óbolo gracioso, así lo asegura. A tales consideraciones cívicas debemos mirar y no a los oscurantistas ruidos obsesionados con colocar palos en las ruedas.

*Licenciado en Filología