Dice que leer, lo que viene siendo leer, nunca ha sido su fuerte, que no le ha dado por ahí, vamos. Que unos lo dan del pescuezo o del estómago, y otros, de leer, pero que él no, repite, por si no me hubiera quedado claro. Y me explico, dice. Que sabe que muchos lo hacen y que algunos incluso se compran el libro. Y que si puede bajarse de internet el libro que he mandado, y leérselo en la tablet. O en el móvil. Hay muchas páginas de descargas, y son fiables, asegura, riéndose de mi ignorancia ¿no ves que hasta piden el correo electrónico? No entiende lo de los derechos de autor, venga ya, si lo hace todo el mundo. Cómo me voy a gastar diez euracos en un libro. Y entonces me dispongo a darle la charla de todos los años, esa que trata de la importancia de ir construyendo una biblioteca personal, de valorar el esfuerzo de los demás, de que las nuevas tecnologías son una herramienta complementaria no un fin, pero antes de hablar, ya me siento cansada del trabajo en balde. Cada año, y va a más, el chico que se gasta doscientos euros en un móvil que le durará un suspiro, piensa que invertir dinero en libros, que le durarán toda la vida, es una estupidez rayana en la locura. Y que los libros de texto (y esto también lo piensan muchos padres) son un lujo que debería pagar el estado incluso a quienes se los pueden permitir. Los defensores del libro digital para la enseñanza se olvidan de que también hay licencias que pagar, y cada año. Mientras tanto, mi alumno se leerá los libros en su móvil, y yo tendré la sensación de haber perdido todas las batallas, pero también la certeza de que no se puede abandonar la guerra.