XCxorría el año... no recuerdo. Plaza de Anaya. Salamanca. Tercer año de carrera. Dos años de estudios comunes y tres de especialidad: Filología Románica. Asignatura: Crítica Literaria.

Entró en el aula un hombrazo de uno ochenta largos o uno noventa, y enmudecimos: nos largó un discurso mezclado con filípica de agárrate y no te caigas. Empero, su fino temple de voz creaba en el oído un inexorable bienestar que embebía y embobaba al auditorio.

Era don Fernando Lázaro Carreter, el catedrático.

Aquél fue un curso curioso. Don Fernando se conoce que bebía aguas del Guadiana, porque aparecía y desaparecía por clase como por arte de magia. Casi la totalidad del temario la dejó en manos de un adjunto, y él llegaba algunos días y podía adoptar dos posturas: o nos largaba una maravillosa disertación sobre algún tema de la literatura española o se dedicaba a comprobar el grado de ignorancia en asuntos lingüísticos de los alumnos que allí cursábamos carrera. ¡Qué clases unas y otras!

Si de buen talante, aquello era gloria bendita. Recuerdo una charla que nos dio sobre el Lazarillo, de tal calibre y seducción que, ipso facto, salí escopetado a beberme la deliciosa prosa del autor de las desventuras del pobre Lázaro... y hasta hoy, en que ciego, cura, hidalgo y Lázaro no se han vuelto a separar de nuestras vidas.

Otro día, su magisterio dejó caer sobre nuestros asombrados entendimientos el arte versificador de Juan de Mena en su Laberinto de la fortuna y ¡válgame Dios! Yo, que creía que Las trescientas era un peñazo de tomo y lomo, aprendí que ese poemario es oro puro. Arte, el suyo, don Fernando.

Pero, ¡ay dolor! Hubo algunos días en los que el maestro llegó montado en cólera y se dedicó, con saña, a calibrar nuestro vergonzoso desconocimiento de la lengua. ¡Rayos y truenos! En tercero de carrera había alumnos que no habían leído casi nada; que Jorge Guillén les sonaba a chino y que desconocían las más elementales reglas de acentuación del español.

Yo tuve la osadía, y la inconsciencia, de fajarme con el maestro en discusiones sobre esto o aquello. Me ponía de chupa de dómine... y sin embargo no me ofendía. Le entregué un trabajo sobre una novela de A. Grosso, y me llamó a su despacho. Aquello fue Troya. Me dio un repaso antológico; y como yo, insolente, no me achantara, no sé cómo se quedó con las ganas de arrearme un par de guantazos.

Examen final: un par de preguntas de teoría y un comentario a un poema de Blas de Otero. Nota: un simple aprobado. La teoría bien, pero el comentario, un desastre. Fui otra vez a su despacho a protestar, y nueva reyerta.

--¿Y esto, qué? ¿Y esto, qué? ¿Y esta burrada, qué? --me increpaba furioso.

Don Fernando me enseñó tanto corrigiendo mis despropósitos, que no tendré eternidad suficiente para agradecerle la luz que llevó a mis menguadas entendederas. Aquél fue el último curso de Lázaro Carreter en Salamanca. Al año siguiente le dieron la cátedra de la Autónoma de Madrid.

Cáceres. San Francisco. Congreso Internacional de la Lengua. Hará diez o doce años, creo. Vino don Fernando y disertó tan magistralmente como acostumbraba. Cuando acabó, bajó del estrado y me acerqué a él. Se me quedó mirando un instante.

--¡Hombre! ¿Qué haces por aquí?

--Ya ve, don Fernando. Por su culpa me he dedicado a esto de la Lengua y la Literatura.

Rió y me palmeó afectuosamente la cara.

--¿Qué tal te va?

--Mal. Los alumnos no cuidan la escritura y además a mí lo que me interesa es la caza, como a Delibes.

--¡Qué barbaridad, muchacho! Otro como Miguel. Estudia, anda, eso es lo que tienes que hacer.

Los dos éramos muchísimo más viejos y sin embargo me sentí como si estuviéramos riñendo en un pasillo de la facultad, allá en Salamanca. Nos despedimos cariñosamente y hasta hoy.

Acabo de oír que ha muerto. Una culebrilla de emoción me ha recorrido la médula. Adiós, don Fernando.

*Profesor y escritor