Convendremos que los domingos, en no pocas ocasiones, son días ‘tontos’. A pocas horas de recuperar rutinas todo cambia. De forma poco perceptible, pero que de algún modo se siente. Los ‘expertos’ recomiendan echarse en brazos del ‘hygge’ danés. Algo tan innovador como el disfrutar de las pequeñas cosas de siempre. Por ejemplo, perder lánguidamente el tiempo en los brazos de una película.

Y este último domingo, cine español, contra en el que no ostento prejuicio alguno. Tras unas pocas secuencias de arranque, se habían delimitado algunos personajes. Uno, muy bien reconocible: un señor de mediana edad, conservador (en todo), católico, de derechas, del Real Madrid, de buena posición económica y con un extraño enjambre de muebles de madera e iconos religiosos, que, en vez de casa, parece habitar un convento alzado en medio del ruido urbano. Un tío ‘como Dios manda’. Un cliché, dirán algunos. El (permanente) abuso de un (falso) estereotipo, digo yo. Y caí en la cuenta: para muchos de los que hacen y ven esa película esa unidimensionalidad existe. Esa parodia andante es algo más que un símbolo

Todo cliché lleva una parte de verdad, pero simulada hasta el paroxismo. Cuando nos limitamos a expandirlo, le desprendemos de esa dosis cómica. Lo que queda es un perfil: reconocible y generalizable. Una trampa, vamos.

Los resultados de las elecciones catalanas permiten muchas visiones. Pero si nos desprendemos de las (muy) interesadas, hay una de la cual no oigo hablar y me parece muy relevante. Considerada desde un punto de vista global, la socialdemocracia que representa el PSOE y la izquierda (supuestamente) universal de Podemos, en su forma catalana, han seguido sufriendo retrocesos. Solamente pregonar su condición de ‘llave’ (ahora del Parlament, ahora de una gobernabilidad… secesionista) evita verbalizar la verdadera tendencia de la izquierda nacional: la irrelevancia.

Y es solamente una lección. No es su falta de definición (esos dobles juegos verbales de Iceta o Domènech) lo que lastrará, en su caso, sus resultados nacionales. Es la falta de un discurso coherente. Hasta ahora ese discurso era sencillo: buscar a un culpable y estigmatizarlo. Pero cuando el escenario se ha vuelto complejo, y ha requerido posiciones políticas contrastadas y defendibles, la izquierda ha naufragado.

Está enredada en su propia red. Ensimismada en su lectura del mundo, cayendo continuamente en sus propios sesgos. Y de ahí nace un doble error: el primero, echarse en mano de las minorías. Por supuesto, dentro de las mismas hay causas más que justas que defender y visibilizar. Pero la falta de discriminación cuando una minoría reclama, convierte a cierta izquierda política en perros de Pavlov: reaccionan como autómatas. ¿Se puede defender el nacionalismo de una región rica como si hablarás de la lucha por los derechos humanos en países árabes, o en los Estados Unidos de los 60? No, pero mucha izquierda quiere creer que sí, que tienen su lucha y escriben su relato. Y es eso justamente: ‘su’ relato. Y en él, curiosamente, se va desterrando la palabra mayoría y el interés general.

Otro error de lectura es el que nace del lenguaje utilizado por ellos mismos. Al clamar ‘gente’ piensan que todos encajan en esa definición. Y que esa definición encaja con lo que ellos creen que la gente es. Pero nada más lejos: por eso les cuesta comprender realidades comprobables. Que a Ciudadanos se le ha votado mayoritariamente en zonas suburbiales en Cataluña o que el PP cuenta con más voto ‘popular’ que el propio Podemos, que es de hecho quien tiene mayor configuración urbana.

Y, desde luego, el problema de la izquierda actual es su forma de actuación. Echados en brazos de eslóganes, consignas y voceos de mitin. Pero en pocos casos, presentan propuestas, argumentan opciones prácticas, planifican soluciones. La izquierda europea bramó contra la crisis, pero la solución y la salida (momentánea) se hizo desde posiciones conservadoras. Ello delata que tratan a sus votantes con paternalismo y que creen que pueden tragarse la complejidad de la vida en píldoras. Pero no es así. Y los votantes refrendan, para pasmo de la izquierda, esa visión en múltiples elecciones: quieren soluciones no debates.

La socialdemocracia en Europa es necesaria. Muchos no lo verán así, y menos que esta frase esté firmada por un liberal. Pero sí si queremos una mayor apertura en las soluciones, un equilibrio en la ejecución de propuestas. Ese socialismo europeo que supo construir y crear democracias plenas, debe volver. Desandar el camino. Una lección.