Fernando Sánchez Dragó me exime de estar presente en su ponencia en la Feria del Libro, y aprovecho para marcharme a ver cómo van las obras de Restauración de la mezquita de Suleyman. Van tan bien que no podemos entrar, y nos tenemos que conformar con visitar las madresas y los magníficos alrededores. Es domingo y los comercios están cerrados, pero a unos pocos metros, en una calle que tiene como medio kilómetro de largo, se organiza un rastro que debe ser semanal, y en el que aparecen docenas y docenas de puestos de ropa usada y de zapatos usados.

Solo hay hombres. La única mujer es mi mujer, pero no se trata de nada discriminatorio, porque tanto la ropa como los zapatos que se exhiben son masculinos. La calle está atestada. Los clientes se prueban gabardinas, comprueban la largura de los pantalones sobre los que llevan puestos o se embuten en abrigos y parcas para comprobar la talla.

He visto algún puesto de ropa usada en el Rastro de Madrid, pero con detalles inequívocos de que han pasado por la tintorería. Estos que veo aquí, en este sector de la ciudad de Estambul, no tienen aspecto de ello, pero las ropas están limpias, y los zapatos lustrados.

Me disgustaría dar una imagen de pobreza. Al contrario, la ciudad está pujante y los enormes atascos debido al gran número de automóviles que circulan por calles y autopistas dejan Madrid como un pacífico lugar campestre. Simplemente, se trata de una vieja tradición, no de algo impuesto por la necesidad del momento. De un hábito que todavía no se ha roto, y que no representa ningún desdoro. Y que convive con los miles de personas que, todos los días se acercan a la Feria del Libro. En definitiva. Una lección práctica de nuestra manera de ver la crisis y de cómo se vive en la otra orilla del Mediterráneo, a pesar de que los grandes centros comerciales, tan impersonales, comienzan a competir con el Gran Bazar, como un anuncio terrible de modernidad vacua.